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Ya nadie se calla. Con las redes sociales como arma de convocatoria, cualquier asunto despierta movilizaciones. La actuación de la administración pública en los últimos años, una combinación explosiva de recortes y acciones tanto corruptas como tremendamente injustas, ha generado un sentimiento de constante resistencia y perenne cabreo. Un día son los antidesahucios y al siguiente una serpiente fluorescente en el arcén de la Me-1. El 15-M marcó el camino de la protesta activa, visible y pacífica, algo que convive con los métodos más clásicos de los sindicatos, que siguen teniendo en el funcionariado su principal campo de acción. Uno va al médico y no para de ver carteles de enojo, y los docentes no abandonan una lucha que persigue tanto la resistencia de la educación pública como de sus derechos laborales, en una proporción que variará según el caso. Una OSP con Madrid que elimina chollos o el dragado del puerto con informes cruzados incomprensibles han sido los últimos motivos de enfado visible. A riesgo de caer en la rutina y en el empalago, o en movilizaciones cíclicas clónicas sin nuevos motivos claramente perceptibles, siempre es mejor ver al vecino en pie de guerra que quejándose con la caña en la mano. El letargo es la única actitud con fracaso seguro. La pancarta, el enfado manifiesto y la proclama callejera mantienen la tensión, y constituyen una actitud muchísimo mejor que la apatía y el conformismo, y mucho mejor que aquellas huelgas generales de lucimiento sindical, resultado difuso y castigo para el ya castigado. Por último: rechazo sin paliativos las recogidas de firmas por internet, e incluso las de boli. Firmar o dar un tonto click es algo sencillo, etéreo, efímero, vacuo, que no obliga a nada, no compromete, no exige, como casi todo lo que se hace por internet.