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Lo que comenzó hace cinco años como una crisis económica más se ha extendido a todos los ámbitos de nuestra vida con una profundidad impensable. Crecen las desigualdades sociales, el descrédito de la política, las tensiones territoriales, la perplejidad cultural, la incertidumbre. Cada vez es más urgente entender qué ha pasado y considerar lo que debemos hacer.

En esta reflexión, "Todo lo que era sólido", el último libro de Antonio Muñoz Molina, es un punto de referencia. Es, a la vez, una crónica biográfica desde los años 80 hasta los tiempos del delirio y la debacle, una reflexión sobre la crisis y una defensa de lo que se ha conseguido y merece la pena salvar.

Muñoz Molina mira lo que ha ocurrido desde varias perspectivas y cada una abre un ángulo nuevo que amplía nuestra visión. La perspectiva del pequeño funcionario en Granada, la del director del Instituto Cervantes en Nueva York, la del residente en Estados Unidos y viajero por Europa, la del lector que investiga en la hemeroteca el origen y las cifras exactas del desastre.

En la Granada de comienzos de los años 80, Muñoz Molina era auxiliar administrativo interino del Ayuntamiento y desde esta posición tan subordinada observa el paso de la precariedad a la opulencia. El pequeño funcionario advierte que empieza a haber mucho dinero y que se gasta sin límites, que se multiplican los empleados, las oficinas, los cargos, los organismos, los asesores. Un ejemplo muy revelador es el suministro de las aguas de la ciudad, que de ser gestionado por un minúsculo negociado pasa a las manos de una nueva y aparatosa empresa municipal. Son años en que crece cada vez más el poder de los políticos. Se recuperan o inventan identidades. Se multiplican las fiestas. Se desata el populismo. Y mientras tanto se debilitan o desaparecen los controles sobre las decisiones del gasto y los límites de la legalidad se hacen cada vez más borrosos. Lo que vino después, y no sólo en Granada, es bien conocido: la conversión de todo el suelo en terreno edificable, las recalificaciones, la destrucción del paisaje, la corrupción.

Como director del Cervantes en Nueva York, Muñoz Molina asiste al desembarco masivo de empresarios y prebostes autonómicos que quieren dar el golpe en la capital del mundo, exhibirse en el gran escaparate, poner una pica en Manhattan. Aquí tenemos algunas de las joyas del libro, viñetas esperpénticas que permanecen en la memoria del lector mucho después de terminada la lectura: el constructor fabulosamente enriquecido que organiza una paella para veinte mil personas en Central Park; la visita oficial del presidente de la Comunidad valenciana con el estrambótico final del abrazo a Plácido Domingo; la fastuosa comida organizada por Pasqual Maragall; el desfile de moda española, pagado con dinero público, que se presenta como un triunfo memorable y en realidad es casi clandestino. Actos a los que apenas acuden neoyorquinos y que llenan sus salones con el séquito de las autoridades, la prensa invitada y el puñado de españoles residentes en la ciudad. Pero que tienen un reflejo desmesurado en la prensa y la televisión locales porque lo que importa no es explicar los proyectos para que se conozcan en el exterior, sino maravillar a los incautos de las regiones de origen. Nueva York era el espejo deformante de una España de simulacros que se encaminaba al desastre.

La perspectiva de los datos. Impulsado por la urgencia de entender lo que había ocurrido, en el verano del 2012 el autor relee en una hemeroteca los periódicos de los primeros meses del año 2007, toma notas, busca los signos del inicio de la crisis. Incluso ahora, cuando sabemos lo que pasó, las cifras asombran: desde 1997 el suelo se revalorizó un 500% en diez años; en el 2007 se inició la construcción de 798.700 viviendas; España se convirtió en el primer consumidor de cemento de Europa y creó centenares de miles de puestos de trabajo en la construcción. Y así páginas y páginas de titulares increíbles. Eran los años del delirio, el punto álgido de la especulación inmobiliaria, de los gigantescos beneficios de los bancos y las cajas, de la destrucción sin resquicios del país. Con razón se pregunta Muñoz Molina una y otra vez cómo es posible que no lográramos ver lo que se avecinaba o, si lo vimos, por qué miramos hacia otro lado.

La última perspectiva es la del viajero que observa su país y lo compara con lo que ve en otros. En Muñoz Molina hay siempre una defensa clara de la idea de ciudadanía frente a las invocaciones al pueblo o el regreso a la tribu. Quizá por eso le duele el enorme esfuerzo y dinero que se invierte en España en realzar las diferencias, cuando en realidad se empequeñecen y casi desaparecen si se ve el país desde el exterior y la lejanía. El ciudadano que mira desde la distancia es crítico, pero no pesimista, porque reconoce que "no todo ha sido sombrío". Hay muchos aspectos positivos y logros importantes como la recuperación de la democracia, las conquistas sociales o la abolición de la pena de muerte. Y pueden perderse. La democracia es frágil y se corre el riesgo de perderla si se la da por supuesta y adquirida para siempre, si se la desdeña porque es imperfecta o si no se encarna en hábitos porque falta una pedagogía del ejemplo. La esfera de lo público está amenazada y logros esenciales como la educación y la sanidad públicas, o la garantía de una vejez digna, están en peligro por la política de privatizaciones y el riesgo de desmantelamiento.

Pero Muñoz Molina no se limita a contar lo que ha visto o a manifestar sus convicciones, sino que propone con nitidez lo que se debería hacer. En el plano colectivo defiende, con reconocidos ecos del 15-M, "una serena rebelión cívica", un movimiento ciudadano firme, pacífico e insistente para recuperar el dominio de espacios de decisión que han sido invadidos por los políticos. En el plano individual, una transformación moral que recupere las pequeñas virtudes de la vida cotidiana: el trabajo bien hecho, la austeridad digna, la buena educación, la crítica razonada, la integridad de expresar las propias opiniones sin dejarse vencer por la presión de los contrarios ni por las expectativas y los deseos de los afines.

Así, "Todo lo que era sólido" aúna lo mejor de Antonio Muñoz Molina, la capacidad del novelista que observa y describe la realidad con "unas gafas de Pla", con precisión afilada, y una posición política enraizada en el impulso moral de la izquierda ilustrada. El resultado es un libro que nos arrastra con su intensidad y su urgencia, que nos ayuda a entender lo que ha ocurrido y nos obliga a pensar con claridad qué queremos salvar después del naufragio.