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Dragados paralizados, procesiones en la penumbra, inocentadas que provocan cabreos sospechosamente desproporcionados, cambios de circulación por aquí, rotondas por allá, discusiones sobre si la hija del presidente de la Generalitat, Artur Mas, tiene el derecho a casarse en Menorca. La polémica está servida, cualquier excusa es buena. De un tiempo a esta parte, parece que nadie está dispuesto a acatar sin más, ninguno se conforma, pocos desaprovechan la oportunidad de hacer notar su descontento a la mínima de cambio.

Nos jactamos de ser personas extremadamente concienciadas que salen a la calle para reclamar sus derechos pero en cuanto el árbitro hace sonar el silbato se apaciguan todos los ánimos. Sí, señores, el futbol continúa siendo la droga del pueblo por antonomasia.

Un partido de la Champions League es capaz de silenciar todos los debates, de acallar cualquier demanda. Durante los 90 minutos que dura el encuentro pocos se acuerdan de las interminables colas del paro, de las empresas que cierran sus puertas, del objetivo del déficit o de la tan mentada austeridad. Una austeridad que, por supuesto, no afecta ni por asomo a los veintidós hombres que se disputan el balón.

Nos desgañitamos frente al televisor, celebramos cada gol como si nos hubiera tocado la lotería y, mientras tanto, no pensamos en nada más. Tras la reflexión y con una bolsa de pipas en mano, me voy a ver el partido, no vaya a ser que pierda el Barça.