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Mucho antes de que se confirmara la noticia por los cauces oficiales y pudiera publicarse, ya era el 'trending topic', el tema del momento, en los patios de los colegios e institutos. Ni siquiera los que nos movemos a diario entre información, los que la manejamos porque es nuestra herramienta de trabajo, pudimos anticipar, como padres, que en los teléfonos móviles de nuestros hijos y de sus amigos se pudiera estar difundiendo un vídeo de contenido sexual que implicaba a niños.

Y lo más triste, que muchos adultos quizás habían contemplado también esas imágenes y, sin denunciarlas, las habían reenviado, contribuyendo así a un presunto delito y a propagar unos hechos que ya están pasando factura, con humillación pública incluida, a sus protagonistas.

Ya que este es un lugar pequeño, en el que el anonimato que lógicamente quieren preservar a toda costa los responsables de la investigación, es difícil de conseguir.
El suceso nos ha golpeado por su proximidad, porque afecta a niños cuya precocidad nos ha sorprendido y porque, en el fondo, no sabemos qué podemos estar haciendo tan mal para que la inocencia se pierda cada vez más pronto y para que el sexo se viva de una manera tan descarnada, carente de afecto, como una mercancía que exponer en la red. Porque no sabemos cuál es nuestra parte de culpa.

La tecnología pone el resto. La velocidad a la que se puede destrozar la vida de cualquiera asusta, al igual que lo hace la certeza de que no se puede detener ese avance tecnológico, que hay que encauzarlo, convivir con él y enseñar a nuestros niños a manejarse entre esa avalancha de información, a aprovechar lo bueno y sobre todo, a protegerse.