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El peor insulto que, en mi opinión, puede dirigirse a alguien es llamarle nazi. Y hoy es frecuente incluirlo en el vocabulario habitual de políticos -no solo Dolores de Cospedal- y opinadores. Las palabras significan y quien utiliza "nazi" debería ser consciente de su contenido, de lo que se describe y compararlo con la realidad. La violencia verbal es un anticipo de lo que puede generarse con esta dinámica del insulto y la confrontación. Por eso hay que medir las palabras. Yo no creo que ningún político español sea un nazi. Estoy convencido que nadie piensa en establecer un gueto como el de Varsovia en Barcelona. No creo que quienes participan en la protesta de moda, los escraches, sean como las SS o las SA cuando marcaban con una cruz las tiendas de los judíos antes de crear los campos de concentración.

Las palabras reflejan actitudes y provocan reacciones. Quien califica de nazi a alguien expresa un sentimiento de odio, justificado o alimentado. Quien recibe el insulto se siente agredido y tiende a responder. Vivimos inmersos en la dinámica del enfrentamiento, un virus que crece bien en la incubadora que propicia la crisis. Y después, los mismos que insultan, se llenan la boca pidiendo moderación, diálogo, consenso.

En el fondo, es un problema de educación. La que le falta a quien insulta es evidente, pero lo que más preocupa es que la audiencia general aplauda. A veces la firmeza se confunde con las palabras "gordas", cuando ser firme y educado son actitudes perfectamente compatibles.

La reforma lingüística debería buscar objetivos más ambiciosos que las modalidades insulares. Quizás bastaría un solo artículo. El político que profiera un insulto este mes no cobra. Y si vomita "nazi" se le expulsa.