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El último Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) muestra el desapego creciente de los ciudadanos respecto de todas las instituciones públicas, desde la Monarquía al Gobierno y los partidos políticos, sobre todo a los dos mayoritarios. Solo aprueban el Ejército y los Cuerpos Policiales. No puede deducirse de ello que el sistema democrático esté en peligro, sin embargo existe el riesgo de un populismo creciente y la posibilidad de dificultades para la gobernabilidad. En parte, se trata de la consecuencia lógica de la profunda recesión económica, aunque la baja valoración que merecen los partidos y sus líderes es mérito propio. A pesar de la reiteración de la desafección ciudadana no se produce un cambio en la forma de actuar y sí una demora preocupante de las reformas que afectan a los propios partidos. Mientras el coste social y el sacrificio de los ciudadanos es enorme, los grandes partidos no son capaces de mostrar su solidaridad con hechos. La reforma de la administración pública y de su estructura institucional va aparejada al cambio imprescindible en la organización política y en la forma de elección de los representantes. Todas las personas de buena fe comprometidas con la política sufren la incomprensión y no otean la ruta. Sin embargo, el cambio solo puede venir de la política. Ese es su reto.