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La judicialización de la política, de la que tan a menudo y con sobrado motivo se discute en todos los medios de un tiempo a esta parte, ha otorgado a los jueces y magistrados un protagonismo excesivo, aunque justificado, por mor de la frecuencia con la que se habla y se escribe sobre ellos, citando nombres y apellidos casi siempre, un hecho ciertamente novedoso. Nunca como ahora se había conocido con tantos detalles y a bombo y platillo el contenido de algunos sumarios declarados secretos de entrada y con cierta solemnidad. Y nunca se sabrá, pienso, el nombre y las circunstancias personales de los que consiguen con tanta facilidad filtrar a los medios información que debería ser conocida solo por quienes están en razón de su oficio en el intríngulis de lo que se cuece en los expedientes judiciales en la fase sumarial.

Más llamativa es a mi juicio la frecuencia con la que los autores de la "fechoría" de turno en la que están personalmente implicados se amparan en la ley que afirman haber respetado. Todo lo que es legal, vienen a decir, es correcto y con esta afirmación, que para ellos es un axioma, se sienten a cubierto de cualquier posible acusación. Sería válido este modo de argumentar en el supuesto de que todas las leyes fuesen justas, lo cual está por demostrar. "La ley es la expresión del más fuerte, digan lo que digan", ha escrito José Luis Sampedro que cité en un artículo anterior. El concepto de moralidad oficial, remacha el clavo nuestro profesor, en el fondo y si empiezas a rascar, es la codificación de los intereses de los poderosos".

Se confunde en este caso, y ésta es una situación muy frecuente, el concepto de legalidad con el de legitimidad. No son conceptos sinónimos. Cuando en el lenguaje coloquial se afirma una y otra vez que no hay justicia, debería darse por entendido que lo injusto es el contenido de la ley que los jueces se limitan a aplicar y a interpretar y ésta es su función (otra cosa es el problema de la lentitud con que es administrada la justicia). A la hora de repartir responsabilidades ante situaciones abiertamente injustas habría que poner el acento en la tarea del legislador más que en la del juez. No pueden considerarse sufucientemente representativos de la voluntad popular los que a la hora de redactar la norma por la que ha de regirse nuestra convivencia se desconectan de las necesidades y aspiraciones de quienes han depositado en ellos su confianza. Con razón empieza a ser unánime el sentir de que la crisis más grave de las que estamos viviendo es precisamente la crisis de confianza.