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La Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) ha desatado una gran polémica, sin esperar a comprobar sus efectos. Es cierto que adolece de la falta de consenso, pero también lo es que el Gobierno tiene la responsabilidad de adoptar medidas que permitan cambiar la tendencia en materia de fracaso escolar y en el número de repetidores. La polémica se ha centrado en lo complementario y no en lo esencial, que ha de ser la mejora de la calidad de la educación. En materia de lengua, la ley no ha de cambiar la realidad social, sino ajustarse a ella. Y con relación a la asignatura de religión no se trata de una imposición de la Iglesia, sino una petición de padres de los alumnos. No tenía sentido que los estudiantes pudieran elegir entre religión o no tener clase -ahora pueden elegir en educación en valores- y que la asignatura no contara en las notas ordinarias.
Es triste ver que el debate educativo se instrumentaliza en función de posiciones ideológicas. Por parte de quienes gobernaron no existe ni la mínima autocrítica después del fracaso de las leyes educativas que impulsaron. El Gobierno no tiene otra alternativa que asumir su responsabilidad y desarrollar una legislación que valore el esfuerzo y no frustre las esperanzas de los estudiantes.