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Créanme que me pongo en carretera porque no tengo más remedio. Hay meses, como éste y el que viene que pienso que sería fantástico ser como esos animales que de repente se ponen a invernar. Hacer tu agujerito en la tierra, bajo las raíces de un frondoso arbusto y ale, a pasarlos lo mejor posible es decir, sin enterarte de que pasan. Pero no, nosotros somos especiales, diferentes dicen los más entendidos y por eso buscamos las épocas de más follón para encontrarnos cuantos más mejor y si es sobre un ladrillo de 30x30, mucho mejor. Cuando me cruzo con esos conductores a los que calificamos como de extranjeros, más pendientes del mapa que del asfalto y todo lo que se mueve sobre él, tiemblo, tiemblo a pesar del agobiante calor y me preocupa porque no sé si es de terror o porque he pillado alguno de esos virus que llaman estivales. Estoy esperando que llegue agosto para poder esconderme, camuflarme de tal modo que pueda pasar desapercibido. Es un mes en que mi generosidad alcanza cotas impensables, tan altas que siempre lo regalo, enterito, a quienes nos visitan, bueno, más bien lo presto que no está la cosa como para regalar. Hasta estoy pensando en construir, en un lugar de la Isla de cuyo nombre no quiero acordarme, de momento, una pequeña arca basándome en los planos de Noé y aunque la idea pueda parecer quijotesca, el Sancho panza que guía mi conciencia me dice que me deje de cargar a animales, que mejor dejarlos fuera, no sea que encima me multen por no haberlos vacunado. Sigan soportando calor, pero sobre todo conduzcan con tranquilidad y respeten los límites de velocidad, no por ustedes, lo digo por mí y perdonen que sea tan egoístamente sincero. Tengo un grano de arena en el ojo que me molesta un montón.