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Finalizada la persecución policial, el comisario Goyo llegó a la Calle del Carmen y, envejecido, se sentó en una de sus terrazas. Desde la cafetería "Armenia", observó la riada humana que, arrastrada por una absurda fuerza incontrolable, movida por un sino inexplicable, desembocaba, desde Tetuán y Preciados, en Sol. Estaba exhausto. La detención de aquel "camello", disfrazado de payaso y con doce sobrecitos de droga en sus inabarcables bolsillos de cuadros en blanco y rojo, sería, probable y afortunadamente, su última faena, tras cuarenta y pico de años jugándose la vida por los entresijos de aquella ciudad a la que tanto amaba… Pero se equivocaba… En la mesa de al lado, dos ancianas, dos asesinas, reposaban bajo el furor de un sol castizo…
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El lenguaje era su arma. Las palabras, su munición. Pegaditas a Goyo, ajenas a su presencia, las ancianas estaban asesinando, en aquellos momentos, a Ana…
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El destino seguía jugando en la Calle del Carmen, como jugaba la desventura con los niños negros, adultos prematuros de la pobreza y metidos a timadores; como el absurdo con ese hombre de piernas sajadas, lamido, únicamente, por dos viejos perros fieles en fase terminal… Tal vez fuera el mismo sino el que empujara al comisario Goyo a rebuscar en su bolsillo izquierdo, de pronto… Goyo, como todos los "goyos" metidos a "polis", respetaba las corazonadas. Y ahí estaba uno de esos sobrecitos de cocaína requisados… Habían contabilizado doce… Eran trece… Un error… Goyo se sintió caduco… Pero, a la mañana siguiente, su jubilación acabaría con todo. "Luego –se dijo- me pasaré por comisaria y les entregaré la dosis"… Pero, nuevamente, se equivocaba… En la mesa de al lado, dos ancianas, dos asesinas, seguían reposando bajo el furor de un sol castizo…
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El lenguaje era el arma de las viejas en "Armenia" y, sus palabras, la munición… Su delito, insuficientemente tipificado por la ley, se denominaba calumnia. Era un crimen distinto, imperceptible… No afectaba al cuerpo, nunca al envoltorio… Era un crimen, sin embargo, letal, aterrador para el contenido… Incruento, indetectable, indecente…En la calle del Carmen, pegaditas, sí, al comisario, ajenas a él, las ancianas asesinas proseguían aniquilando a una tal Ana, sajándola, rajando su honor, cercenando su futuro… Hablaban de su incipiente alcoholismo, de sus infidelidades conyugales, del desamor para con sus hijos, de su soberbia… Las psicópatas proyectaban el odio que sentían hacia su propia decrepitud sobre aquella mujer que se presumía joven… Matar era fácil. Y matar así, aún más. Todo el mundo, a la postre, estaba dispuesto, como cómplice necesario, a dar por válida, sin cuestionársela, cualquier difamación…
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Asedado, suavemente traspuesto, el comisario Goyo expulsó de su mente ideas y recuerdos. El vacío reparador que se produjo entonces se fue llenando, lenta e involuntariamente, por las palabras de aquellas dos encantadoras viejecitas sentadas en la mesa de al lado. "¡Harpías!" –se gritó-…
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Culminado el crimen, y a modo de extraño epitafio, las viejas le pusieron apellidos a aquella Ana…
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Tomó la decisión de manera instantánea e irrevocable. Aquel sería, después de todo, su último caso. El comisario Goyo se levantó de la mesa, abonó la consumición y fingió tropezar con las viejecitas… Fue fácil para él endosarles la "dosis" aún no declarada. Ya en Sol, llamó a la comisaria… La detención se produjo en segundos. Cuando fueron registradas se encontró en el bolso de una de las damas un sobrecito con cocaína… Goyo usó la misma arma que la de las detenidas, su misma munición: las palabras… Había sospechado de ellas –dijo-. Se habían acercado al "camello" metido a payaso… Incluso habían tenido contacto con él –continuó, dando rienda suelta a su inventiva-. Las había seguido… "Pese a su candidez –concluyó Goyo- es evidente que estas adorables criaturas son cómplices del recién detenido…" A la salida de la comisaría de Montera, Goyo se deleitó con el recuerdo del pánico que se había dibujado, de manera inequívoca, en el rostro de las ancianas y con la convicción de que tardarían años en poder gozar, nuevamente, de aquel sol castizo…
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Satisfecho, Goyo recaló nuevamente en "Armenia"… Pidió una cerveza y unas patatas bravas. ¿Cuánto tiempo hacía que no hablaba con su hija? –se preguntó-. "Demasiado" era la respuesta. Sabría de ella… Le contaría su último caso… Marcó. Y le llegó próxima, cálida, tierna, como siempre, la voz de Ana…