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Durante generaciones el ideal tradicional de una chica fue ser modosita, poder casarse y ser una fiel, delicada y agradable esposa para su maridito (una vez recordé en un artículo la famosa divisa de las tres K de la virtud germánica: "Kirche, Küche und kinder". Iglesia, cocina y niños). Sí, su finalidad en la vida era ser una "chica casera" que se esforzaba para agradar al marido que le había tocado en suerte. Todo parecía ser conforme y pocos (al menos en las capas burguesas) cuestionaban lo establecido. Era así por tradición (esa cosa que siempre se basa en la conveniencia). Pero hay que reconocer que aquello tenía su puntito. Era un orden impuesto pero, jolines, era un orden.

Pero hoy ("tables turning") todo ha cambiado. De repente, la fiel esclava y eficaz mano dulce que mecía la cuna donde yacía el guerrero, se convirtió en su igual consolidando mutuas responsabilidades que reparten culpas y reclaman y exigen el mismo juicio.

Estudiemos el domicilio conyugal. La mujer, antes, se ocupaba de la intendencia y gestión gastronómica mientras el hombre suministraba los recursos económicos.

Ya no. En muchos casos se han intercambiado aquellos papeles clásicos. Por ejemplo antes muy pocos hombres cocinaban, era un asunto de mujeres. Ahora la igualdad ha traído la plaga del "hombre cocinero". De hecho si un tío hoy no se declara aficionado y "entendido" en cocina tiene un serio problema de currículum.

Pero la polivalencia no siempre se plasma en unas efectivas multihabilidades. Un ejemplo: tengo un amigo seriamente afectado por la supuesta "polivalencia" de su señora, que cree ser una auténtica "super-woman". Y, claro, "aprendiz de mucho, maestro de poco".

Veamos el escenario: el amigo tenía un compromiso con un cliente muy importante y le invitó a comer a su casa. Quería impresionarle. Mi amigo, buen cocinero, pretendía cocinar él pero su mujer insistió en hacerlo ella "porque saldría mejor". Como no podía contradecirla porque se le ponía como una mona y le cerraba las puertas de la gruta, se temió lo peor. El día de autos, la mujer, que llegó tarde de su trabajo, cocinó con prisas una de sus supuestas especialidades: una carne a la pimienta al horno. Al anunciar el plato el marido se quedó lívido: ¡Aquel plato no, por favor, no! El corazón le dio un tumbo ya que conocía por experiencia el resultado de aquella temeridad. En un último y desesperado esfuerzo ("¿no puedes cocinar otra cosa, cariño?") intentó parar el desastre y convencerla de que cambiara el menú pero la tozudez femenina es legendaria.

Y comenzó el drama. La mujer, ese ser puñetero de natural, acostumbraba a utilizar siempre, en todos los platos, una exagerada cantidad de pimienta muy, muy picante. De un tipo hindú. Y no de la molida sino de la de grano entero. Decía, segura y orgullosa de sus conocimientos, que la comida sabía mucho mejor. Pero la realidad es que en aquella casa comer una ensalada, una tortilla, un guiso, etc. era un viaje a lo desconocido ya que nunca sabías a quién iba a tocar uno de aquellos terribles proyectiles (de los grandes, de los enteros) que picaban como el demonio. De hecho cada comida era una reiteración del día de Reyes cuando, cual Roscón de Epifanía, nunca sabes quién será el receptor del maldito premio, siempre oculto y traidor.

Y, llegado el momento y servida la comida, sucedió. En la mesa de aquella casa se volvió a escuchar un "crec". Un crujido habitual. Era el esplendoroso estallido de uno de aquellos terroríficos granos. Otro. Y esta vez sonó alto y claro en la boca del cliente. Bingo. Aquella sonoridad fue acompañada al instante por el característico gesto facial de un intenso dolor molar infringido por aquel grano traidor. En la mesa se produjo un atronador silencio general que presagiaba lo peor. La consecuencia se produjo unos días después. El cliente anuló el pedido. Gracias, cariño.

Flash informativo: De cara a septiembre se puede estar cociendo un bombazo inesperado en el campo de los medios de comunicación.