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Otra de las características de este capitalismo artista que venimos glosando, con su pléyade de creativos y diseñadores, es la renacida pasión por la navegación. Si nos fijamos bien, hoy día todo el mundo navega. Uno mismo, hace tiempo que no logra cenar con un grupo en el que alguno no lo haga con ese garboso dedo índice deslizándose de lado a lado sobre la pantallita fosforescente mientras se le enfrían las gambas, y a uno las ganas de conversar. Un estilo tan chic no se veía desde que los británicos patentaron su portentoso dominio del meñique en la ceremonia del té.

Ya digo, rodeado de navegantes por todas partes menos por una que me une al ullastre salvador, donde no se permite más navegación que la que propicia la lectura clásica, al papel, y la conversación contenida (tampoco se admiten monólogos martirizantes, ni eslóganes, ni exabruptos), uno va pasando el verano en soledad acompañada, que es lo más placentero para el escribidor. Ahora mismo pergeño estas líneas, mientras veo aproximarse a mi nieta con un libro de Astérix y Obélix (casi tan grande como ella), para que se lo adapte a su universo imaginario, que suele ir de princesas y sirenitas, entre las que el abuelo-inasequible-al-desaliento ha conseguido colar a Sir Charles Chaplin, alias Charlot, en una gesta que pasará a los anales de las abueleces heroicas.

Pero también ha navegado este verano el escribidor arbóreo por ríos y mares. En junio fue acogido por el Rhin, desde Estrasburgo a Colonia, pasando por catedrales del peculiar románico renano, Worms para rendir homenaje al corajudo disidente Martín Lutero, por la universitaria Heildelberg con su castillo fantasmalmente suspendido sobre el río, la muy remendada tras la guerra Maguncia, para visitar la imprenta originaria de Gutemberg, el valle de Loreley y su ristra de castillos medievales en las altas laderas; Coblenza como señorial puerta de entrada al Mosela, un río flanqueado por viñedos imposibles y pueblos con multicolores casitas de madera donde degustar néctares de oro, Bonn con su soberbia universidad, la alargada sombra de Bethoven, y los edificios del antiguo Bundestag, para desembarcar finalmente en Colonia con su mayestática catedral gótica donde el agnóstico suspira por su propia incredulidad, para llegar al corazón de las tinieblas en el "museo" de la Gestapo en cuyas mazmorras del sótano, pueden leerse textos desgarradores en sus paredes, testimonio perenne de la infamia.

¿Y la navegación por mar? Como oficial mayor del ejército poruc, y tras haber llegado hasta Cala Barril con un capitán de fragata madrileño, dictamino que no hay color: el río no se mueve, no se encrespa, no da dolor de cabeza. Lo tengo claro, el objetivo para el próximo verano es remontar el riachuelo que acaba en Cala Trebalúger y quedarme allí en una tienda de campaña donde no haya cobertura para navegantes digitales. Hala idò.

Cuerpo a tierra que vienen los nuestros

He seguido en "La Vanguardia" unas profundas reflexiones sobre el escote femenino (no me interesa para nada el masculino por mucho que esté estéticamente depilado), un tema que siempre me ha tenido en vilo, y más en estos tiempos en que crece sin freno su turbadora profundidad. Mirar o no mirar, that is the question. Realmente es un dilema: si miras más de la cuenta puedes ser ajusticiado por una réplica visual asesina y agarrar un penoso complejo de sátiro, o peor, de viejo verde. Si no miras lo que se te ofrece tan graciosamente puede ser tomado como un desaire a quien se ha preocupado en realzarlo, ¿o no? Si eres imprudente y, subyugado por el fulgor del paisaje, no adviertes el brazo tatuado y musculoso que está al lado de las vistas montañosas, puedes acabar gravemente contusionado por una golpiza… ¿Qué hacer?: ¿Mirar de soslayo como aquel que no quiere?, ¿mirada sin complejos, caiga quien caiga?, ¿gafas de sol permanentes? En fin, debate abierto…

…Tres cuartos de lo mismo con lo de los sobresueldos y donaciones, en directo o en diferido o en forma de simulación. Uno no sabe si mirar o no de la vergüenza ajena que da…