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En la mente humana se construyen a menudo barreras, fronteras, que no son más que ilusiones psicológicas. (No, por favor, no deje de leer. Esta no es una brasa de aquellas de querer es poder y la crisis son oportunidades). Sucede, por ejemplo, con el espacio y el tiempo. Así las cosas, por ejemplo, caminar desde Vives Llull hasta la Plaza Explanada a algunos les parece algo similar a cruzar el desierto del Gobi, mientras que se les antoja como un soplido salir de El Corte Inglés para darse un garbeo por Las Ramblas cuando se van de compras por Barcelona. En cuanto al tiempo, hay distintas barreras ilusorias. Ya se sabe que toda dieta empieza el lunes, con el consabido alto riesgo de acabar el martes, o que para apuntarse al gimnasio no existen más meses que enero o septiembre, lo que tampoco garantiza que el pago de la cuota se vea amortizado. Pero lo más curioso es el efecto paralizante de la proximidad de las fiestas patronales. Ningún proyecto meramente serio, ya sea organizar una cena, abrir un negocio o colgar una estantería, se puede abordar hasta "passat festes". Esta sí es una verdadera singularidad local digna de ser Patrimonio de la Humanidad. Este año, por ejemplo, las fiestas en Maó caen en fin de semana, por lo tanto su efecto en nuestra actividad productiva no tendría que ir, en ningún caso, más allá del que tiene un puente vulgar. Aún así las seguimos percibiendo como un muro infranqueable, como un agujero negro en el que acaba y empieza una nueva vida. El efecto barrera de las fiestas resiste generación tras generación, a pesar de que otras fracturas temporales más oficiales se están relativizando, como con aquellos partidos de fútbol que empiezan hoy y acaban mañana. Ya se sabe, el fútbol es un mundo aparte. Incluso se atreven a empezar la liga antes de que "passin ses festes".