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A Gabriela, inesperada lectora de estos relatos…

Aunque la sala de cine era suya, a Tiago, de tarde en tarde, le gustaba subir a la cabina y proyectar, él mismo, la película de turno. Tal vez porque esa acción le retrotraía a su pasado como "maquinista". Un pasado de pobreza. Distinto a su presente de opulencia. Entonces colocaba la parte primera del film en el proyector uno y la segunda, en el dos. Luego repetía el rito: parte 3, proyector 1, parte 4, proyector 2… En esos momentos –y sólo en esos momentos– el empresario sentía algo remotamente parecido a un sentimiento… Cuando un pequeño círculo blanco aparecía en la parte superior derecha de la pantalla, Tiago experimentaba invariablemente la emoción que implicaba el cambio de "rollo" y la rapidez que éste exigía. Un traspié implicaría un quebranto emocional. Bogart no pronunciaría la declaración emblemática y el inspector Callahan tardaría todavía en escupir su ya legendaria frase: "¡Alégrame el día!". Alterar el orden de las bobinas era tanto como modificar la historia... Aquel viernes, mientras "La vida de los otros" seguía su curso, Tiago se entretuvo en redactar cuatro cartas. Los "e-mails" o los cines digitalizados no eran, a fin de cuentas, lo suyo. Con la dureza y concisión que le caracterizaban, sin encabezamiento –nunca los utilizaba– redactó la primera: "Lo siento. No soporto más las mentiras. Nunca te quise. Te utilicé. Ahora ya no te aguanto. Se acabó". El empresario no percibió la sordidez de las palabras, tan ajena al contenido de la película que se estaba exhibiendo. La colocó junto al sobre uno, ese que sí llevaba destinatario: su esposa. Esa esposa en estado terminal y gracias a la cual su ascenso desde la miseria al poder había sido posible. La segunda carta rezaba así: "Te quiero. He hecho lo que me pediste. Besos". Con un ritual muy parecido al del proyeccionista, colocó la epístola junto a un segundo sobre, también con destinatario: Miranda. La tercera era un simple acto de sadismo: "Lo siento. Perdóname." La recibiría el marido de Miranda y excompañero de instituto y aventuras infantiles. "Las cosas quedarán así definitivamente claras" –se dijo–. Un tercer sobre aguardaba. En el cuarto, depositó unas entradas para un clásico "Madrid-Barça". Era un regalo anónimo para su único hijo, con el que no se hablaba desde hacía años… Tras un cambio de "rollo", el penúltimo, evocó una frase de Mercedes Salisachs que reprodujo de memoria, de manera más o menos literal: "No se puede edificar la felicidad propia sobre la desgracia ajena". Desechó su contenido, como había desechado los remordimientos, los escrúpulos… Su egocentrismo así se lo había exigido…

La sesión de las 20.15 horas finalizó. Salió a la calle y tiró en un buzón las cuatro cartas. "Ya no hay marcha atrás" –se dijo–. Satisfecho, entró en una cervecería cercana a Callao y se tomó algunas cervezas con avidez. Regresó a la cabina. Esa noche la quería eterna. Miranda no lo esperaba, hoy. Miranda y su cine eran su mundo y únicamente en ese mundo, reducido, se sentía mínimamente persona. En la sesión de las 22.30 repitió el proceso: parte 1, proyector 1… Se adormeció…
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Lo despertó un griterío inesperado que emergía de la sala. Recordó su juventud, en la que los pitidos indicaban un corte o un fallo en la proyección… Miró aterrado la cinta: todo estaba aparentemente bien: el film deambulaba por los canales mecánicos que se traducían luego en sublimes –o no tan sublimes– emociones. Tardó en darse cuenta. Una equivocación de principiante: había invertido el orden de los "rollos"; lanzado sobre la pantalla la parte seis antes de la quinta… Paró los proyectores. Encendió las luces de la sala. Reparó el error. Reinició el espectáculo.

A la salida, la Gran Vía lo saludó con ese vigor vitalista que tanto amaba. Se tomó algunas copas en un bar de alterne y se metió en un hotel… Miranda estaba ocupada hoy. Mañana… Sí… Mañana.
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No hubo un "mañana". Miranda cortó en seco su relación. No contestó a sus llamadas con móviles de prepago. No respondió a sus siempre peligrosos "e-mails." No abrió su puerta, ni ninguna otra puerta… Su mujer, en estado terminal, y como curioso contraste, lo volvió a mirar con esa ternura que Tiago creía ya perdida. También le sorprendió la reconciliadora visita de su hijo…

Al cabo de unas semanas se encontró con el marido de Miranda. Fue una situación que se le antojó angustiosa, extraña. Esperaba insultos. Puede que, incluso, una agresión física. Sin embargo, su excompañero de instituto se contentó con hablarle de cosas inanes, como de aquellas curiosas entradas que, de manera anónima, había recibido y que le habían permitido vivir una gloriosa noche de fútbol… Tiago lo visualizó entonces… Visualizó aquella noche en la que, mientras "La vida de los otros" emocionaba a una sala repleta de espectadores, él había cometido, no uno, sino dos errores: bobinas 1, 2, 3, 4 y 6… Carta 1, sobre 2; carta 2, sobre 1; carta 3, sobre 4: entradas en sobre 3… Tiago, esa noche, sí, con sus inconscientes trueques, había cambiado "La vida de los otros" y la suya propia…