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No había ya tiempo. El descuido (¿?), imperdonable, le sumió en una más que molesta inquietud. Se dio cuenta del olvido –o del hurto- cinco minutos antes de salir al balcón… El griterío le recordaba que una multitud aguardaba sus palabras. Y ÉL sintió, curiosamente, algo: pavor.
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ELLA había asistido, desde un amor ciego y no correspondido, a la progresiva ascensión de ÉL y a los cadáveres que, como peldaños, la habían propiciado. En la vida real se sabía secretaria vitalicia. En sus sueños, únicamente en ellos, amante, esposa, amiga, confidente… Hoy (hubiera podido ser ayer o mañana o…) se había cansado de soñar y la querencia se había mudado, con la ferocidad de lo inesperado, en un odio parejo… La ciudad rugía, cercana, próxima… Y su felicidad, eternamente repetida en un septiembre recién concebido, abandonaba la plaza y penetraba con contundencia en las casas consistoriales… ELLA no supo a ciencia cierta el porqué, ni en qué extraño paritorio del odio se alumbró la idea. Puede que fuera la mera visión del texto, del pregón que reposaba junto a su abrigo… Puede que… Se lo robó…

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ÉL lo había preparado a conciencia. Su prosa era impecable. Las citas, las justas. Los recursos estilísticos, abundantes, oportunos. La estructura, original… Y, sin embargo, cuando ensayaba reviviendo lo escrito, el pregón se le antojaba frío, distante… Tal vez porque no transitaba por él sentimiento alguno…

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No había ya tiempo. El descuido (¿?), imperdonable, le sumió en una más que molesta inquietud. Se dio cuenta del olvido –o del hurto- cinco minutos antes de salir al balcón… El griterío le recordaba que una multitud esperaba sus palabras. ELLA, su hundimiento… ÉL sintió, curiosamente, algo: pavor. Tendría que improvisar… Se topó con el pueblo que era el suyo. ¿Lo era? La alcaldesa y el pregonero se fundieron en un abrazo. El de la mujer era sincero y procedía de quien había sabido salvaguardar la amistad de las diferencias políticas… Frente a aquella masa enfervorizada –y no, como se cree, ante la muerte- ÉL repasó en eternos instantes fugaces su vida… Y no le agradó lo que vio. Debería, sí, improvisar… ¿Qué le había recomendado a la anterior pregonera aquella mujer que ahora ostentaba con dulzura el más alto cargo de la población? "¡Emociónate!" –recordó-. Él orador llevaba, no obstante, décadas sin hacerlo…

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ELLA seguía aguardando su hundimiento… El pregón yacía abandonado en una papelera…

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Salió finalmente al balcón… Tras un mutismo incómodo, fijó su vista en un padre que portaba a su hijo sobre los hombros. ÉL había vivido ambas situaciones que se actualizaban. ¿Sería eso, después de todo, la inmortalidad? Y, contra todo pronóstico, se emocionó. Lo expresó después con vívidas palabras por las que, sin recursos ni citas, sí transitaban ahora sentimientos. Contempló el amor de unos adolescentes. ¿Cuándo había extraviado el suyo? Y lo verbalizó entre pausas esculpidas por aplausos que iban in crescendo. Observó la valentía de quien, pese a su dependencia, se había fundido con el público. Y expresó su admiración. No rehuyó, tan siquiera, el rostro de algunos a los que, en su ascensión, había mudado en peldaños. Y habló de reconciliación… Entre ensordecedores aplausos últimos se sorprendió al sentirse, nuevamente, vivo… Tras el himno a la ciudad, la alcaldesa y el pregonero se fundieron en un segundo abrazo… Auténtico, ya, por ambas partes…

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Él deambuló después por su ciudad durante una noche mágica en la que el sentimiento de pueblo había soterrado, en tregua no explícita, resentimientos, sectarismos, intolerancias, esos que se habían exiliado de la plaza, habían ido descendiendo, apesadumbrados, por una serpenteante cuesta para aguar su puntual derrota en uno de los más espectaculares puertos del Mediterráneo. Ya de amanecida, redivivo, descubrió el texto escrito de su pregón en una papelera envejecida. Era mucho más que un texto: era ÉL mismo. No lo recogió. No quiso recuperarlo. No quiso recuperarlos. El pregón había sido otro, sería ya otro. ELLA seguía aguardando, inútilmente, un naufragio…