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Ponerse gordo es más barato que mantener la línea. Un paseo rápido por el super demuestra que mi tesis, aunque simple, es cierta. Las grandes superficies nos plantan en la cara bollería industrial, por poner un ejemplo, con unos colores chillantes casi radiactivos por un euro o menos. Y si encima lo completan con un sabor deliciosa y edulcorada mente indescriptible, el pecado es concebido.

Reconozco que con la clausura del verano a la mayoría nos da la neura de rebajar esos kilitos de más que nos hemos pimplado a base de mojitos, barbacoas, paellas y helados, remedios que curan cualquier mal de calores pero que pasan factura a mitad de camino entre las orejas y el pito. Por lo que nos juramos que vamos a ponernos a dieta y a frecuentar el gimnasio casi tanto como el bar, o nos vestimos estrambóticamente y salimos a correr un kilómetro, cinco, veinte o cien, los que el cerebro, el corazón o la locura nos permitan.

Meterle caña al cuerpo no sirve de nada si luego nos pegamos un homenaje con una hamburguesa, sus patatas con alioli y una cañita, que al decirlo con el diminutivo es como si nos convenciéramos de que no engorda tanto. Un buen ejercicio requiere de una dieta que esté a la altura y el valor de seguirla a rajatabla. Pero la lechuga, aquella cosa verde que solemos dejar en el plato a un lado tratando de que contamine lo menos posible, la manzana, esa especie de órbita a menudo roja o verde que sirve para algo más que para hacer juegos de malabares, o cualquiera de los productos frescos y a la par que sanos exprimen el bolsillo.

Coincidirás conmigo, amigo lector, en que es más fácil y asequible pegarse un chute de bollería industrial que tomarse una ensalada. Así lo vemos nosotros y así lo ven los más pequeños, con el añadido del sabor. Las acelgas saben mal hervidas, cocidas o al punto de sal. No se puede comparar a la exquisita explosión de chocolate que te inunda la boca al morder la punta del bollo donde se concentra todo el oro líquido negro que todo el mundo se reserva para el último bocado.

Puede que los beneficios que aporte el 'comer guarro' sean mínimos, que las arterias se nos obstruyan por el exceso de grasas saturadas o que todo el dulce se instale, como si fuera una aplicación del móvil, directo al michelín pero la felicidad que aportan supera de sobras el aporte calórico. O lo que es lo mismo, nos volvemos más niños cuando nos zampamos una buena rosquilla cubierta y rellena de chocolate y en ese momento de felicidad máxima ni tenemos hipoteca, ni estamos en paro, ni necesitamos ir al gimnasio y, lo que es mejor, la mayoría de los políticos no nos parecen ni tan ineptos ni tan corruptos.