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La existencia, ese berenjenal tan enigmático y desconcertante en que andamos metidos hasta las cejas, suele ir cargada de lio, y aunque durante la vida de una persona no falten ocasiones en que se tuerzan los asuntos ni otras en que se pongan realmente feos, confieso que a mí me viene gustando; al menos hasta ahora.

No creo errar cuando sostengo que a lo largo de la historia ha existido una multitud de personas que malgastaron su oportunidad de pasar por este mundo disfrutando razonablemente, es decir, dentro de las posibilidades proporcionadas por sus particulares circunstancias. Diría que uno de los motivos por los que se han truncado no pocos desarrollos vitales potencialmente satisfactorios consiste en la manía tan extravagante como extendida en nuestra especie de adscribirse de oficio a un bando, sin plantearse la bondad, la verdad o la conveniencia de los criterios que el grupo elegido instituye como irrefutables, cuando no sagrados.

¿Cuántas personas han vivido y muerto guerreando por motivos religiosos, o dinásticos? ¿Cuántas han agotado sus energías defendiendo causas manipuladas desde oscuras esferas? ¿Cuántos han dilapidado su tiempo atendiendo revanchas contra el pueblo vecino?

No me entusiasma la fórmula según la cual mi ciudad, mi país, mi partido político, mi religión, mi equipo de fútbol, mi sindicato, mi profesión, representan lo intachable y por ello debo ensalzarlos ciegamente, sin matices.

En las gradas de un estadio no se espera de ningún hooligan que se cuestione si el árbitro tenía o no razón al señalar un penalti contra su equipo. Entre los asistentes a un mitin nadie espera que un militante denuncie las falacias y sofismas que el líder vaya derramando sobre su auditorio. De los acólitos se espera docilidad y entusiasmo, no criterio o análisis.

No quisiera ofender a nadie, pero no me parecería demasiado brillante como proyecto vital dedicar mi fugaz paso por el universo a idealizar las virtudes de mi tierra natal o de enfundarme sistemáticamente en una bandera para corear consignas que otros han diseñado para mí; mucho menos, defender los intereses de algún iluminado que manipula la historia a su conveniencia mientras me exige seguimiento ciego y apasionado. Pienso por otra parte que uno debería sentirse orgulloso o avergonzado de lo que hace, no de su origen o su militancia: de haber nacido en Zambia, estaría tan en desacuerdo con el código tribal que induce a cercenar el clítoris de una niña, como en caso de ser natural de Tordesillas renegaría de martirizar a un animal indefenso aunque ambas manifestaciones formaran parte de la cultura ancestral de mis pueblos.

Mi amigo, el profesor Rodel, sostiene (considero que con clarividencia) que el cemento que cohesiona a los grupos humanos no es tanto la clase social como la defensa, no de ideales, sino de privilegios. De esta manera, un banquero , un ferroviario o yo mismo, defenderemos con igual tenacidad los distintos privilegios que nuestra condición nos proporcione. Paralelamente, todos nos haremos los suecos con idéntica agilidad ante los abusos que occidente (del que formamos parte sin chistar) infrinja sobre el tercer mundo, de tal forma que evitemos vernos obligados moralmente a renunciar a nuestros privilegios de «hombre blanco»: seguiremos adquiriendo nuestro Smart Phone o nuestra ropa low cost, obviando que ambos elementos nos resultan tan accesibles gracias a la explotación en condiciones penosas de seres humanos en otros continentes.

Con la excepción de pueblos que viven humillados y avasallados por sus invasores, el resto de nacionalismos no escapan al esquema de la defensa de privilegios. Por eso no seré yo quien compre la moto catalanista ni la españolista, pues sé que tras los aspavientos de sus vendedores se esconde una fórmula ya probada con éxito y consistente en echar humo sobre asuntos que les comprometen, casi siempre relacionados con la corrupción o la incompetencia.