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Leí en un periódico gallego un artículo sobre un libro titulado «Cómo los niños tomaron el poder», del médico psiquiatra David Eberhard, en el que se relaciona la prohibición legal de los castigos corporales con lo que han denominado «mocoso-cracia» o, lo que es lo mismo, los niños convertidos en pequeños dictadores. En realidad el argumento es falaz pues, aunque probablemente sea cierto que la prohibición del castigo físico haya derivado en una laxitud creciente de la función parental, no es menos cierto que la correlación existente no implica necesariamente una relación de causalidad. Es más, que este estilo de crianza permisiva sea perjudicial tampoco implica que sea deseable una vuelta al castigo físico y al abuso de poder por parte de los adultos responsables de los niños.

También en los círculos de la llamada crianza con apego, crianza respetuosa o crianza natural, tiende a darse la confusión entre el respeto hacia el niño y la permisividad. Esta última roza la dejación de funciones parentales y es claramente perjudicial para el niño y para el resto de la familia. La necesidad del castigo se suele justificar por la existencia de consecuencias naturales y sociales de nuestros actos. Se argumenta que el niño ha de saber que sus actos tienen consecuencias y que es nuestro deber como padres y educadores hacerle experimentar esas consecuencias. Así, el niño que le quita el juguete a su hermano es castigado. Pero en el «mundo real» esa no sería la consecuencia. Si un adulto le quita algo a otro adulto, y suponiendo que ambos son mínimamente educados y civilizados, la consecuencia o reacción más probable no es el castigo ni la agresión física. La reacción más probable es una indagación sobre los motivos que han llevado a esa persona a quitarnos algo sin permiso y una petición de devolución. Aún así, algunos justifican que al niño que actúa de esa manera (y que probablemente lo hizo o bien por falta de información sobre lo que se supone correcto o bien por incapacidad de expresar sus emociones y necesidades no satisfechas por otra vía) se le debe pegar o castigar y asumen que, de algún modo misterioso y a pesar del ejemplo recibido en la infancia, ese niño aprenderá a reaccionar de un modo civilizado cuando sea adolescente o adulto.

En realidad es mucho más sencillo.El profesor David Friedman lo resume a la perfección: eres libre de hacer lo que quieras mientras tu decisión no suponga una carga o un perjuicio para el resto de la familia. Es lo que los liberales denominan «principio de no agresión» y les gusta mucho defenderlo, al menos en el plano teórico, cuando se hace referencia a relaciones entre adultos. Sin embargo, cuando se trata de niños suelen encontrar alguna excusa para invalidarla, especialmente si esos niños son sus propios hijos. La excusa suele ser que ellos no son responsables de educar a otros adultos, pero sí a sus hijos. Cuando se afirma que el niño tiene que aprender que hay cosas que no puede hacer, en realidad quieren decir «tengo que enseñarle que eso no se hace». Y para enseñarles que uno no debe agredir (no debe coger las cosas de las demás sin permiso, no debe pegar, etc) lo que hacen es precisamente agredirles: les gritan, les castigan, les pegan y, en definitiva, les aplican la más cruel venganza que un niño puede recibir de parte de sus padres, lo que Alfie Kohn denomina «la retirada del amor».

Algunos detractores de este tipo de crianza basada en el miedo, las amenazas y el castigo han detectado correctamente el problema pero han errado en la solución. Han confundido la libertad con el libertinaje y el respeto con la condescendencia, sometiéndose a la tiranía del niño que en muchas ocasiones no es más que una llamada de atención para que el padre vuelva a asumir sus obligaciones de ejercer de guía y educar con el ejemplo. El respeto debe ser mutuo y no se trata de ganarlo, sino de no perderlo.

Según Eberhard, si se da a los niños libertad para decidir qué comer o cuándo irse a la cama, su infancia será demasiado fácil y no estarán preparados para la vida adulta, pues habrán creado expectativas demasiado altas que no podrán ver cumplidas cuando crezcan. Me pregunto si el señor Eberhard, a sus casi cincuenta años de edad, se va a la cama cuando otros se lo mandan o si come lo que otros deciden que debe comer. Si queremos preparar a nuestros niños para que sean adultos autónomos y responsables de sus propias vidas sólo hay una enseñanza que podemos darles: la facultad de tomar sus propias decisiones y la responsabilidad de asumir las consecuencias de esas decisiones. Pero a tomar decisiones sólo se aprende tomándolas y equivocándose a veces. Si tomamos todas las decisiones por ellos desde que nacen ¿en qué momento vamos a pasarles el testigo? Si les entrenamos para que sean obedientes sin cuestionar nuestras órdenes -bajo amenaza de castigos y «consecuencias» varias- el día de mañana van a seguir buscando a alguien que les diga qué han de hacer (tal vez un amigo, un profesor o una pareja) y no debería extrañarnos que se vean inmersos en relaciones de sometimiento, pues eso es lo que habrán conocido y ése es el concepto de amor que van a tener, pues así los trataron sus padres, las personas a quienes más amaban y quienes -supuestamente- más los amaban.