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Un día como hoy (algo, para empezar, imposible a todas luces) se moría en México, al amanecer y de un ataque al corazón, el poeta Luis Cernuda (1902-1963). Da la casualidad (otro imposible) que paso yo unos amaneceres en el piso madrileño de mis padres, en la casa de mi infancia, de mi adolescencia, de mis primeros versos y me encuentro con una agenda escolar, repleta de versos de «La Realidad y el Deseo», mezclados con otros de Miguel Hernández, letras de canciones y fechas de exámenes.

Siento la urgencia enseguida de volver a esa obra de Cernuda y me encuentro entonces con el libro maltrecho y subrayado en versos como estos: «No quiero recordar/ un instante feliz entre tormentos;/ goce o pena es igual,/ todo es triste al volver», y lleno de anotaciones con los comentarios que lanzaba mi profesor, Tomás Cañas, uno de esos maestros que le sirven a una de guía y que se recuerdan con admiración («el muro, en este caso, representa la incomprensión», anoté, por ejemplo). Un fervor entre esas líneas marcadas a lápiz evidencia cómo me estremecían ya las palabras bien armadas.

Fue este título, «La Realidad y el Deseo», que quiso publicar en 1936 el propio Cernuda como un compendio de toda su obra poética hasta la fecha, una de esas lecturas obligatorias del curso de lo que ahora sería Bachillerato y lo que para algunos se convirtió en un tostón del que para colmo había que redactar un trabajo, supuso en mi caso y en otros tantos una puerta abierta a los desasosiegos del deseo, la soledad, la pérdida y el amor que aún no había aprendido a nombrar pero que sentía latir en los pequeños detalles.

Así me ocurrió con muchas otras de esas imposiciones del programa del instituto (no con todas: aún hoy me pregunto, a pesar de la mejora notable que aprecio en la elección ahora de las listas, cómo pueden obligar a leer a chavales de quince o dieciseis años ciertos clásicos y seguir queriendo que, aún así, se aficionen a la lectura), pero con Cernuda y conmigo la cosa fue más allá, se estableció una especie de relación clandestina. Tal vez, pienso, me enamoré desesperadamente por primera vez por culpa de aquellos versos, y fueron los poemas quienes me cautivaron: después tuve que buscarles unas manos torpes, un rostro cualquiera.

Él fue el menor de su familia y su primer enamoramiento, cuentan, lo tuvo el niño Cernuda, solitario e hipersensible, con los versos de Gustavo Adolfo Bécquer. Sus primeros poemas apenas comenzando la pubertad, explica en su «Memoria» el Centro Virtual Cervantes, hacen coincidir su despertar literario con su despertar sexual, homosexual en su caso y fuente de conflictos y sentimientos de marginación.

En su carrera de Derecho tiene como profesor a Pedro Salinas (otro maestro-guía) y de su mano se adentra en los clásicos españoles pero también en los franceses, y allí llega el que sospechan su segundo gran descubrimiento con nombre propio: André Gide, un autor magnífico que también vivió el camino de aceptar su sexualidad como algo puro y que le ayudó, en cierto modo, a reconciliarse consigo mismo: tan importantes llegan a ser las lecturas en la vida de un ser humano.

En 1927, en el famoso homenaje a Luis de Góngora que se realizó en el Ateneo de Sevilla y que sirvió de génesis de la llamada después Generación del 27, Cernuda conoció, entre otros y sin saber ellos que serían representantes del movimiento poético, a otro inmortal: Federico García Lorca.

Imaginar aquellos vaivenes y conversaciones, aquella poesía viva, cambiante y tan necesaria como lo es en este tiempo, imaginar los desastres que trajo después consigo la guerra incivil, con el asesinato de Lorca y otros cuantos millones, el dolor, la miseria y el exilio de Cernuda, cuyos restos quedaron desde hace hoy cincuenta años y para siempre en el Panteón Jardín de Ciudad de México, es un viaje en el tiempo que convierte en simples anotaciones, pero también en testigos o pruebas de vida, los versos del poeta que quedaron copiados en mi agenda de 1999: «Si el hombre pudiera decir lo que ama,/ si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo/ como una nube en la luz;/ si como muros que se derrumban,/ para saludar la verdad erguida en medio,/ pudiera derrumbar su cuerpo,/ dejando sólo la verdad de su amor,/ la verdad de sí mismo,/ que no se llama gloria, fortuna o ambición,/ sino amor o deseo,/ yo sería aquel que imaginaba;/ aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos/ proclama ante los hombres la verdad ignorada,/ la verdad de su amor verdadero».