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Cuando alguien necesita el servicio de un taxi solo quiere que llegue puntual al punto de partida y al destino, sin que para ello tenga que jugarse la vida en el camino. Riesgos pocos, profesionalidad máxima, conversación la justa, y las interioridades del sector, pues como sucede con los problemas laborales y las dolencias de los demás en general, mejor reservárselas para uno mismo que compartirlas en exceso. Y ciertamente los taxistas son muchas veces la primera impresión que un visitante se puede llevar de una ciudad, un asunto delicado cuando se trata de un destino turístico. Hacen un poco de guías y de su amabilidad o cara de pocos amigos a veces depende que empiecen con mejor o peor pie las vacaciones, por no hablar de la confianza, de la necesidad de poderse fiar de precios y recorridos, y de la seguridad, del control sobre este servicio, que es público, como se insiste estos días desde la Administración. Aunque con este argumento cada uno barre para casa: el Consell debe conjugar los intereses de todos los municipios y Maó, ante las demandas de sus taxistas, ha roto la baraja y ha aprobado la concesión de licencias temporales.

La guerra no se ha abierto ahora, más bien existía solo una débil tregua. En septiembre ya se veían los nubarrones en el horizonte, cuando se prescindió del guardaturnos en el aeropuerto por denuncias de algunos taxistas mientras otros defendían encarecidamente su labor. El sector ha sido durante años la piedra en el zapato del conseller de turno. En 2008 el socialista Damià Borràs intentó darle la misma visión insular que ahora busca Luis Alejandre. La papeleta es difícil. Aunque coordinar un territorio pequeño pudiera parecer sencillo, los intentos chocan con una competencia feroz y una actividad demasiado estacional.