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Desde que publiqué la historia de una antigua compañera de facultad -en forma de folletín por entregas, todavía legible en anagomila.blogspot.com.es bajo el título «Crónica del halconero»- en esta misma sección, muchos han sido los que me han preguntado, a veces incluso con ansia, qué ha sido de Amalia desde entonces. Me sorprende tanto interés por alguien a quien solo yo conozco personalmente, pero me halaga que su historia, muy representativa de los tiempos aciagos que nos ha tocado vivir, haya logrado suscitar la curiosidad de tantos menorquines a pesar de no tener nada que ver con la isla y sus circunstancias.

Como ya conté en su día, conocí a Amalia en la Universidad Complutense de Madrid. Ella estudiaba Historia del Arte, por lo que compartíamos facultad, pero solo teníamos algunas asignaturas en común. Era una alumna excelente, apasionada y voluntariosa, aunque no lo bastante brillante como para encontrar trabajo de algo relacionado con su carrera, cuyo porcentaje de desempleo era descorazonador.

Amalia vivía en una pensión de mala muerte regentada por su madre, una mujer más bien callada y algo depresiva a la que apenas conocí, con vistas al cruce elevado de Cuatro Caminos. A poco de terminar la carrera, su madre murió y Amalia se vio obligada a vender la pensión. Con el dinero que sacó de la venta, se trasladó a Esquivias (Toledo), de donde provenían sus ancestros, y puso un bar en los bajos del caserón familiar, que también había heredado.

Sorprendentemente, la dulce y paciente Amalia, habituada al trabajo intelectual del más alto nivel, se adaptó sin dificultades a su nueva ocupación y al pueblo de su madre, que describía como un lugar lleno de tractores y cazadores de conejos.

Una noche de principios de abril, cuando ya estaba a punto de cerrar el bar, se presentó un hombre maduro, bien trajeado y con gafas que conducía un cochazo descomunal y jamás se parecía separarse de su maletín de ejecutivo. Tras darle de cenar y ofrecerse a hospedarlo en su propio cuarto de invitados, el desconocido -que se había presentado únicamente como Eduardo- se empecinó en que mi amiga lo acompañara a visitar el lago del halconero, una atracción turística local que ella había mencionado durante su conversación en el bar desierto y apenas iluminado.

Eran las tres de la madrugada y en aquel momento, tras haberse mostrado extrañamente confiada con él hasta entonces, Amalia empezó a sentir miedo. Pero, una vez allí, lo único que hizo Eduardo fue arrojar su maletín en mitad de las aguas exclamando algo así como: «¡Qué hermoso es todo...!».

Mi amiga no me dio muchos detalles sobre lo que sucedió luego. Solo sé que ocultaron el coche, Eduardo compró ropa nueva, más juvenil y deportiva, y se quedó a vivir en el pueblo. Con ella, pero sin contarle nada de su existencia anterior. A Amalia no parecía importarle demasiado: era feliz así. «Somos almas en precario», me dijo hace unos meses, «pero hoy en día, ¿quién no lo es?».

A petición de mis lectores, hace unos días la llamé por Skype. A pesar de la imagen tan poco definida que me devolvía la pantalla del portátil, pude observar que Amalia tenía un aspecto radiante. Llevaba el pelo recogido al desgaire y una de sus sudaderas informes, pero aun así me pareció más hermosa que nunca, algo rellenita y sin duda muy risueña. Mientras hablábamos de nimiedades, eché un vistazo a la habitación en la que se encontraba, pintada de amarillo limón e iluminada por una ventana lateral que quedaba fuera de campo. Al fondo, pude entrever un tapiz de lana gruesa que pendía sobre un sofá acarminado de aspecto acogedor.

-¡Qué bonito!- dije, refiriéndome al tapiz.

-Lo he hecho yo. ¿Reconoces el motivo?- me preguntó con una risita coqueta.

-No, mujer, desde aquí...

-Es el Guidoriccio da Fogliano de Simone Martini.

Yo también lancé una carcajada. Mientras nos reíamos, alguien interpeló a mi amiga desde su izquierda. Era un hombre de voz aterciopelada y rica en matices; supuse que sería Eduardo. Apenas pude entender lo que decía, pero hablaba en un tono pausado que me gustó. Cuando al fin se fue, Amalia se acercó al monitor y me guiñó un ojo.

-No solo me ha dado por hacer tapices últimamente, ¿sabes?

Cuando se puso en pie y luego de perfil, entendí qué quería decir y me alegré infinitamente por ella. «Aunque estamos a las puertas del invierno y el cierzo azota con fuerza los campos, nunca había sentido menos frío», se despidió diciendo.