TW
0

Seguro que con tan solo leer la prohibición que encabeza este artículo, en su mente ya se ha fabricado la idea/imagen de un enorme oso polar (Ursus maritimus). Por lo visto, este proceso automático con la prohibición por delante, que ya convertido en un clásico de los psicólogos para hablar del mecanismo de los pensamientos intrusos, tiene su origen en una historia personal del escritor ruso Lev Tolstoi, aunque otras veces se le atribuye al no menos célebre escritor, y también ruso, Fiódor Dostoyevski. Lo que está claro es que la cosa nació en Rusia y tiene sentido, por aquello de los osos. Se cuenta que el hermano del autor -ruso también, suponemos- le dijo al escritor algo como esto: «Quédate en un rincón y no te muevas hasta que dejes de pensar en un oso blanco», y que luego el autor de «Anna Karénina» (o el de «Crimen y Castigo», según sea la fuente que se elija para la anécdota), intentando con todas sus fuerzas obedecer a su hermano, no pudo evitar pasar horas y horas asediado por esa bestia polar que no quería abandonar su cabeza, con esos pasos en apariencia torpes y pesados. Cuanto más se empeñaba él en no pensar en un oso blanco, más presente se hacía éste en su imaginación. Y así nos pasa a todos, que basta que no queramos pensar en algo para que nos persigan las señales luminosas. También sucede a los escritores, esos fantasmas que no quieres sacar a la luz son precisamente los que te acosan cuando menos te lo esperas, ya lo decía Pablo Neruda: «Mis criaturas nacen de un largo rechazo».

Yo trato de no pensar en bastantes asuntos que aún así, a pesar de los manotazos para espantarlos, y como ya hemos aprendido en esta lección automática, con más fuerza me siguen rondando. Me gustaría no pensar en cómo nos han engañado con esta maldita crisis de la que políticos, bancos y grandes empresas, léase la casta, igual que en su día lo fue la aristocracia más rancia, están saliendo beneficiados a costa de empobrecer a una sociedad que paga con su dignidad aquellos estudiados despilfarros. Me gustaría no pensar en las familias que han perdido sus casas por culpa de hipotecas tan inverosímiles por las que los responsables de las sucursales que las concedieron, junto con otros timos especulativos, todavía no han pisado la cárcel. Me gustaría no pensar en todos los niños (¡el futuro!) que, en algunas casas vecinas, en la propia Menorca, cuentan de milagro con una comida al día por culpa de aquella burbuja dentro de la que todavía viven cómodamente los miembros de la casta que tenemos que limpiar, sí o sí y de una vez, como el que sacude un trapo por la ventana. Y me gustaría no pensar, claro, en la historia del oso blanco con orígenes rusos.

Hace años que me contaron este ejemplo de esos pensamientos que intentamos apartar y que no se van hasta que nos enfrentamos a ellos, igual que el protagonista de un relato ha de resolver de algún modo su conflicto. Y de verdad, intento no pensar en la historieta, pero entonces aparece en mi salón Tolstoi, al que ya llamo, en confianza, León, y luego, siempre reivindicando la autoría de esta vivencia, se presenta el gran Dostoyevski: «Me sucedió a mí, idiota, ¿qué te apuestas? ¿Qué te apuestas?». Y se queda congelado, rebuscando en sus bolsillos. Tolstoi, por su parte, primero intenta salvar a su camarada de la ludopatía y luego, harto de prestarle rublos, le manda a la vía. Así soluciona León sus asuntos cuando se harta. Y no sólo vienen ellos a visitarme cuando intento no pensar en la maldita anécdota, también aparecen sus respectivos hermanos (a cual más ruso), y todo se vuelve confuso y gélido. Me conformaría, de verdad, con un sencillo y solitario oso blanco y me ahorraría así, por otra parte, bastantes euros en botellas de vodka. Cada vez que los junto a todos en mi casa, contra mi voluntad, se alegran infinitamente y es que gracias a mi particular ratonera mental han podido ponerse cara porque, aunque ambos escritores compartieron época e incluso ciudad, se cree que nunca llegaron a encontrarse. Para colmo de mis males, el otro día descubrí algo que altera aún más esta leyenda que me acompaña allá donde voy: los osos polares no tienen la piel blanca, sino que su dermis es negra (parece ser que para atraer mejor la radiación solar y aumentar su calor corporal) y ni siquiera su pelaje es blanco (es traslúcido, y está formado por miles de pelos huecos, pelos de aire que les sirven como aislante térmico). Así que todo este tiempo, me pregunto, ¿incluso la propia idea del oso ha sido imaginaria? Sinceramente, no sé ustedes, pero yo ya no sé en qué diablos he de no pensar a partir de ahora.

eltallerdelosescritores@gmail.com