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A estas alturas los homenajes al expresidente sudafricano Nelson Mandela habrán ido perdiendo fuelle. Somos así, una sociedad de digestión rápida. La información vuela mezclada a la velocidad que marcan nuestros smartphones y una noticia (las serias y las absurdas van hoy en la misma balanza) sucede a otra como si nada pudiera dejar un verdadero rastro. Nada parece del todo real en esa amalgama de actores de carreras de coches que firman su último papel sin saberlo, infantas y maridos de infantas que se libran injustamente de pagar por sus pecados y siguen viviendo a cuerpo de rey, políticos corruptos por aquí y por allá, leyes innecesarias aprobadas por pura (y muy dura) ideología, banqueros que hundieron en su día cajas (y personas) y que ahora disfrutan de sus indemnizaciones millonarias, desahucios de familias víctimas de la estafa inmobiliaria y dimisiones que nunca llegan en este país de pandereta, por no decir de mierda, antes de que puedan multarme los censores desfasados y sus leyes mordazas.

La reflexión la solemos dejar para más adelante pero ese futuro nunca llega: lo único que llegan son más noticias y una cosa sustituye a la anterior, un principio de Arquímedes informativo y de este modo, como masa, nos volvemos más fácilmente manejables para la casta. A Nelson Mandela, que en paz estoy segura de que descansa, no le faltó ese tiempo de reflexión, casi treinta años en una celda como preso político muy bien aprovechados, en su caso, fueron el ejemplo: un ejemplo infinito de coherencia y de fuerza interior. Le encarcelaron por su lucha contra el Apartheid reinante y por el uso de la violencia para tratar de acabar con la segregación racial y la supremacía injusta de blancos sobre negros: «Todas las formas legales de expresar la oposición habían sido proscritas por ley y nos veíamos en una situación en la que teníamos que elegir entre aceptar un estado permanente de inferioridad o desafiar al Gobierno. Optamos por desafiar la ley». Así lo dijo el propio Mandela, en su comparecencia del 20 de abril de 1964. Fue condenado a cadena perpetua y allí empezó la segunda parte de su plan para llevar la democracia a su pueblo. Esta única opción de la rebelión contra un gobierno que desgobierna para obtener una libertad que ahora todos aplaudimos, es a veces una parte que se olvida en las biografías apresuradas de este gran hombre, uno de esos pocos elegidos que ha conseguido cambiar el mundo a mejor. Tomamos nota de la desobediencia civil como principal vía en casos de injusticia institucionalizada (reflexionaremos sobre ello más adelante).

Su salida de prisión, el 11 de febrero de 1990, y su campaña inagotable por la igualdad de todos los seres humanos y la construcción de una nueva Sudáfrica, sumada a la presión internacional, trajo consigo el fin del Apartheid y la celebración de las primeras elecciones democráticas que le convirtieron en el primer presidente negro de Sudáfrica por mayoría absoluta y con las ideas claras: «Nunca, nunca, nunca más deberá volver a sufrir esta hermosa tierra la opresión de un hombre sobre otro». Mandela, o Madiba, como le llaman con cariño y respeto los sudafricanos por el nombre del clan Thembu al que pertenecía, sí ha conseguido dejar un rastro más allá de la sociedad instantánea en la que nos hemos convertido, y sus 95 años de vida son ejemplo de lucha y reconciliación. Sus acciones, su vida, sus discursos, entrevistas y frases quedan para siempre: «Una prensa crítica, independiente y de investigación es el elemento vital de cualquier democracia. La prensa debe ser libre de la interferencia del Estado. Debe tener la capacidad económica para hacer frente a las lisonjas de los gobiernos. Debe tener la suficiente independencia de los intereses creados, ser audaz y preguntar sin miedo ni ningún trato de favor. Debe gozar de la protección de la Constitución, de manera que pueda proteger nuestros derechos como ciudadanos». Y otras tantas: «La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo»; «Luchar contra la pobreza no es un asunto de caridad, sino de justicia» o «La muerte es algo inevitable. Cuando un hombre ha hecho lo que creía necesario por su pueblo y su país, puede descansar en paz. Creo que yo he cumplido ese deber, y por eso descansaré para la eternidad». Los seres humanos como Mandela son excepcionales pero no olvidemos que existen los héroes a pequeña escala y siempre se puede trabajar para mejorar el entorno más cercano: no dejemos la reflexión para mucho más adelante. No hay tiempo que perder.

eltallerdelosescritores@gmail.com