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El día 31 me llovieron las felicitaciones. Mensajes repetidos a una legión de amistades, entre las que me incluía, con originales alegatos al año que estaba a punto de comenzar. Cuando llegaron las doce, mi whatsapp ya ardía y, como la inmensa mayoría de los que me están leyendo, pasé casi tanto tiempo contestando al aparatito como abrazando a quienes tenía a mi lado. Apenas sin resaca y tras un sobresalto matinal, mi móvil se llenó de propósitos. Los que me aconsejan amigos y conocidos para el nuevo año. Y, como ustedes, pienso hacerles caso. Aún estamos en el tercer día de 2014, qué quieren que les diga, y los propósitos todavía siguen en pie. Así que, aparte de volver al gimnasio, sacar más a pasear a mi lleó y a darle a la guitarra, prometo (al menos intentar) perdonar, apreciar, comprender, escuchar, soñar, querer y compartir más. Y hasta puede que me enamore de nuevo.

¡Ah! Y cuando escriba en catalán (que espero hacerlo con alguna asiduidad por aquí), pondré som y no sóc, como pide el llamado Foment Cultural de Ses Illes en el recién iniciado año del referéndum para la independencia. Y seguiré cantando «davallada (y no baixada) de La Mola» por Sant Joan y, al bajar, evitaré llenegar, por si las moscas.

En realidad, basta con cambiar la forma que tenemos de ver las cosas para que éstas cambien de forma. Y con dejar fluir y seguir los dictados del corazón para nunca traicionarse a uno mismo. Tenemos 365 días que son 365 oportunidades de reinventarnos. Para dar sin esperar nada a cambio. A estas alturas ya no vamos a esperar que nos toque el Gordo, pero sí tenemos derecho a pedir que, fuera de nuestro círculo de contactos del whatsapp, nadie nos complique la vida de forma innecesaria. Ni nos pierda en estériles debates que solo consumen fuerzas e ilusiones. Si eso ocurre, deberé retroceder al momento de las campanadas y preguntarme por qué este año acabé viendo las de Montjuic y no la Puerta del Sol. Me confundieron los cuartos y no empecé a comer uvas hasta la quinta campanada...