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A bote pronto, identifico al menos tres razones de peso para descartar el envío a imprenta del artículo cuya redacción abordo en estos mismos instantes.

1) Expresar mi opinión, como pretendo, sobre dos temas marcadamente polémicos, resultará del todo inútil, dada mi nula capacidad de influir en el curso de ambos affaires.

2) Mi habitual exposición al escrutinio público, resultante de mi actividad profesional, desaconseja significarse en general, mientras prohíbe rigurosamente significarse en particular sobre asuntos delicados.

3) La casuística enseña que sostener opiniones no convenientemente enlatadas en formato hegemónico o en su defecto adscritas a una fe alternativa, ayuda bien poco en los negocios y quizás menos a la hora de hacer amigos.

Pero, como sea que le he tomado gustillo a trasladar semanalmente al papel una serie de lucubraciones más o menos afortunadas; como sea que hace ya dos semanas que no ejerzo, por haber estado el chiringuito cerrado los dos últimos miércoles (día habitual de mis alumbramientos) y sufro por tanto cierto síndrome de abstinencia expresiva; y como sea finalmente que mantengo la esperanza de que algunas de mis opiniones no caigan necesariamente en el vasto campo de la sandez, y acaricio paralelamente la débil ilusión de que quizás encuentren eco amigo en algún amable lector, ofreceré a quien quiera leerlas ese par de reflexiones que la razón me pide inútilmente por lo que se ve) mantener inéditas.

Se refieren a la independencia catalana y a la nueva ley del aborto.

En cuanto a lo primero, y parafraseando no sé si a Dalí, diría que no tengo nada a favor de la independencia de Cataluña... y mucho menos en contra. Y la razón de mi desdén no es otra que mi natural desafección por todo lo que tiene que ver con los nacionalismos, ya sean estos de inspiración españolista, catalanista o medio pensionista. No consigo que la pasión me cale en estos afanes amorosos tan aliñados de hormonas como carentes, según mi criterio, de razón. Por tanto mi reflexión no pretende dar una solución al matrimonio mal avenido, sino simplemente fantasear sobre un escenario que no considero en absoluto tendencioso, a pesar de su aspecto, sino acaso ficticio pero verosímil:

Imaginemos en un futuro más o menos lejano a una Cataluña independiente. Imaginemos ahora que el valle de Arán se sintiera incómodo y exprimido dentro de esta nueva entidad nacional y exigiese, utilizando su derecho a decidir -derecho al parecer incuestionable y universal- no ya independizarse de Cataluña para construir un estado propio, empeño quizás demasiado inconveniente en sus circunstancias, pero sí anexionarse graciosamente a Andorra, a Francia o a Aragón (algo así como el Condado de Treviño).

Pues bien, apuesto doble contra sencillo a que en el caso de verificarse esta estimulante circunstancia, tanto Junqueras como Mas, incorporarían de urgencia un pequeño ajuste a la baja, matizando (entonces) su (hasta la fecha) monolítico discurso sobre el derecho a decidir.

La segunda reflexión se posa sobre un tema asaz espinoso como lo es el del aborto y tampoco aspira a sentar cátedra. Menos ambiciosamente me limitaría a observar que si quisiéramos explorar las últimas consecuencias de la doctrina que presiona para proteger los derechos del embrión hasta el extremo de prohibir la interrupción del desarrollo de aquellos que portan graves malformaciones, encontraríamos contradictorio e ilógico que en cambio desde ese mismo lobby se inste a asesinar legalmente (según su propia terminología) sin mayores aspavientos a un embrión perfectamente sano pero concebido como producto de una violación (extra doméstica- interpreto que la casera queda excluida del set Gallardón-). Me pregunto si para ese (sagrado) grupo de células resultará relevante, a efectos de su aniquilamiento, si el encuentro entre gametos se produjo en circunstancias de placer, descuido, imperativo conyugal, amor, pasión, borrachera, violencia o éxtasis místico.

Vemos así que algunos de los principios tan correosamente defendidos por Mas y por el borneante Ministro de Justicia, una vez estirados sin excesivo celo hacia sus fronteras, parecen dejar asomar por las costuras una porción nada desdeñable de hipocresía.