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Muchos alcaldes habrán contemplado con los pelos de punta la pesadilla que ha vivido esta última semana su homólogo de Burgos, Javier Lacalle, con los disturbios y la movilización contra las obras del barrio de Gamonal. No se puede gobernar a gusto de todos y son mayoría los ayuntamientos que tienen en marcha o en cartera proyectos cuestionados por parte de sus ciudadanos. Infraestructuras, dragados, remodelaciones de calles, plazas que han sustituido árboles por cemento, reubicación de actividades molestas..., la lista es larga y, afortunadamente, la discrepancia suele resolverse por la vía del diálogo y el acuerdo, cediendo todas las partes implicadas.

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Pero tampoco la capital castellana suele ocupar titulares de informativos por la violencia callejera o por reacciones como la que se ha vivido con un proyecto convertido ya, por efecto de los medios y las redes sociales, en símbolo del triunfo ciudadano frente al poder público, ya que al final las protestas consiguieron su objetivo: paralizar las obras. Vecinos que querían frenar la construcción, no de un vertedero o un cementerio nuclear, sino de un bulevar, así que su enfado estaría más bien basado en el presunto chanchullo urbanístico que envuelve las obras, concedidas a un empresario que ya había sido condenado años antes por corrupción. Todo eso en el contexto actual, tras años de crisis y recortes, que hace que cualquier protesta se convierta en válvula de escape social.

Gamonal sienta un precedente peligroso, y es que la reacción violenta ha obtenido resultados. La otra conclusión es que, por mucho que se tenga una mayoría -obtenida con una abstención que en muchos municipios menorquines superó en 2011 el 40 por ciento-, ésta no se puede utilizar como una máquina apisonadora.