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Bueno, ya que se nos murió Gabriel García Márquez citemos al menos una de sus frases célebres: «La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado». Creo que ahí reside la clave de buena parte de su obra. La memoria personal de las cosas nos lleva a exagerarlas, y de ahí al realismo mágico hay un paso. Un día empezó a contar el mundo tal como lo contaban sus abuelos, incluso con las mismas palabras, con el sabor y la imaginación del Caribe. Hace años leí una entrevista suya nada menos que en Playboy. Cuando le dijeron qué era lo que más disfrutaba entonces dijo, sin ambages: «El comer es lo que más me gusta hoy en día». Asociado a la memoria literaria del pasado puede evocar multitud de pequeños detalles que casi nos convencerán de que cualquier tiempo pasado fue feliz.

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En el pasado, en una calle por la que transitaban carros, bicicletas y peatones, tras una ventana a la que asomaba, famélico, el burrito más paciente del mundo, sobre una mesa larga como un día sin pan, allá, en el extremo, se veía una cajita de higos secos. Está claro que era la hora del postre en un tiempo en que las neveras refrescaban mediante barras de hielo y los helados eran caseros, fabricados con una heladera redonda de madera, accionada mediante una manivela, como un molinillo de café. Otras cajitas más alargadas contenían membrillos rojos como lápiz de labios, consistentes, o bien más claros y gelatinosos, como cristales opacos donde la luz casi se transparentaba. Está claro que eso era mucho antes de que los membrillos fueran codonyat, antes de que se les asociara con cualquier tipo de mermelada, casi como si pudieran crecer en los árboles ya cocidos, azucarados, prensados y metidos en cajitas de madera. Mucho antes de la era del plástico.

Dulces; les llamaban dulses, no pasteles. También eran buenos postres para bolsillos abundantes, que eran los menos. Los vendían en can Javier, y eran enormes, con una cereza en medio; los vendían en can Damià es Sucrer, en La Flor del Día, en La sin Nombre. Palos, les llamábamos palus, largos buñuelos rellenos de natillas (de crema) revestidos de caramelo, y Felipas, torres de merengue en espiral sobre una base de tortada. Hubo un pastelero famoso que solía traer un brazo de gitano muy largo; en cierta ocasión se inventó un número de la lotería de Navidad y decía, ai si treim! Y le tocó el gordo: va treure, jo ho ben crec que va treure!…