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Casi setecientos inmigrantes, solo en Menorca, intentaron en 2013 obtener la nacionalidad española, sometiéndose a un test de cultura general que a algunos oriundos, a la hora de situar ríos o montañas, mucho me temo que les pondría en aprietos. Exámenes sobre historia o aspectos sociales y políticos del lugar de acogida que, por otro lado, son normales también en nuestro entorno europeo.

Conocer la esencia del país, de la región que te recibe resulta fundamental para la integración. Lo llamativo es que la prolongada crisis económica hace que coincidan en el tiempo dos fenómenos a primera vista contrapuestos: el arraigo de aquellos que llegaron con las oleadas de inmigrantes de inicios de la década de 2000, que encontraron trabajo, echaron raíces y se sienten de aquí, y la marcha de menorquines a los que el mercado laboral ha dado la espalda.

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Entre esos isleños por el mundo abunda el perfil del joven que mejora su formación, que sale en busca del desarrollo profesional o del aprendizaje de idiomas; tampoco faltan los que han dejado su tierra atrás por razones personales o sentimentales, y los que simplemente quieren vivir una aventura.

Empieza a aparecer no obstante otro tipo de emigrante menorquín que ha salido simple y llanamente en busca de un empleo que su país le niega, y que no tiene por qué disfrazar su marcha con buenas palabras, muy al contrario, debe estar orgulloso de su valentía. No es fácil admitir que uno pasa por dificultades, las trabas que se encuentra o ese sentimiento de ser extraño, diferente, lejos de casa; todo suele quedar tamizado por una visión más alegre, por un «todo va bien» que da lugar al llamado efecto llamada. Vivimos una situación contradictoria, que nos debe hacer ver lo fácil que es estar a un lado u otro de la misma moneda.