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Distintos informes estadísticos han dado al traste estos últimos días con el tópico de la riqueza balear y, en general, de las comunidades turísticas. Ese que se sacan del bolsillo los que nos gobiernan cada vez que se habla de repartir fondos, de financiación autonómica o de subvencionar el transporte.

Algo tan evidente como el coste de la vida según el territorio, más elevado en aquellos de mayor especialización en el turismo y donde hay un alto grado de urbanización, se incluye en un nuevo estudio de la Universidad de Oviedo para redibujar ese mapa de la desigualdad, que hoy por hoy, solo se puede medir en términos materiales, de ingresos y gastos. Y Balears se sitúa entre las regiones más desfavorecidas –también Canarias o Murcia-, frente a otras como La Rioja o Castilla-La Mancha.

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Las fuertes diferencias en cuestiones básicas como la cesta de la compra y la vivienda son las que marcan ese desequilibrio. A la luz del estudio no extrañan pues otros datos, como el de que cada ciudadano de estas islas destina el 45,5 por ciento de su nómina a la hipoteca, cuando la media estatal es del 30,97 por ciento; o que la mayoría admita, en otra encuesta de un conocido buscador online, que ahorrar se ha convertido en una misión imposible y que, si lo logra, no llega a los 200 euros al mes. Aquello de 'tener un colchón por si vienen mal dadas', que practicaban las generaciones que nos precedieron, se está convirtiendo en una utopía.

Es más, casi un diez por ciento asegura estar tan ocupado con lo urgente, trabajando y pagando facturas, en una noria que nunca se detiene, que ni saca tiempo para plantearse cómo mejorar su economía. Ya lo dijo San Agustín, «No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita», pero entre el 70 por ciento que declara no tener dinero, los que no tienen ni tiempo para pensar, y ese otro porcentaje (16 por ciento) que tira la toalla y se rinde a darse un merecido (también hay que decirlo) capricho, vivir prácticamente al día se ha convertido en lo habitual.