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Estamos a las puertas de los exámenes de la Selectividad, una nueva hornada de universitarios, que estrenan sus dieciocho primaveras, que ya pueden votar, que han nacido y crecido en democracia y que como muchos de nosotros se habían acostumbrado al rey campechano, de frases tan célebres como algunos de sus silencios, de exabruptos como el «por qué no te callas» y últimamente de alguna metedura de pata de gran calibre -como el tamaño de los elefantes que ayer bailaban la conga en las bromas que inundaron las redes sociales tras su abdicación-, y que le obligaron a entonar un «lo siento».

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Una gran mayoría no votamos esa Constitución que, sin embargo, nos ha permitido, nos permite ahora mismo, vivir en paz y con libertades. Un mayoría, como se recoge hoy mismo en este diario, no valora ya la monarquía como antaño, los menorquines le dan un suspenso. La institución está tocada, y a ello han contribuido y no poco los negocios del yernísimo Urdangarín y la imputación de la infanta Cristina en el caso Nóos. La promoción de las islas por el vínculo real se tornó en los últimos tiempos en morbo judicial, con turistas queriendo inmortalizarse en el paseíllo a los juzgados de Vía Alemania en Palma.

Con todo, y a pesar de ser esperada e incluso deseada, la abdicación del monarca ayer fue también una sorpresa. Crecen las voces que piden un referéndum para decidir el modelo de Estado que queremos y, es cierto, no debería dar miedo preguntar al pueblo lo que quiere porque a menudo es más sensato de lo que sus gobernantes creen. Sin embargo es también cierto que el vacío que queda tras el adiós del rey es grande y se produce en un momento difícil, de crisis y de cambio. La pregunta ahora es si todos, no solo el príncipe, estamos listos para la nueva transición o la sucesión que vienen.