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Cuando Aitana nació en el año 2000 no sabía la importancia que los tapones de plástico iban a tener en su vida. Los médicos le dijeron que padecía el síndrome de DiGeorge, una enfermedad genética que afecta al funcionamiento de las arterias vitales. Su sangre estaba poco oxigenada, se volvía cianótica, los labios de color morado y las manos frías como un témpano. El pronóstico de vida no resultaba muy esperanzador. Durante su corta vida, Aitana tuvo que someterse a siete cateterismos programados y varias intervenciones quirúrgicas para solucionar los problemas cardíacos. En el año 2010, sus padres contactaron con el conocido cardiólogo español Valentín Fuster para pedirles ayuda. El doctor les dijo que el único que podía operar a la niña de forma eficaz y sin riesgo era el doctor Pedro del Nido del prestigioso Children´s Hospital de Boston (Estados Unidos). Sin embargo, ¿de dónde iban a sacar el dinero para costear la operación? Los padres decidieron lanzar la iniciativa solidaria «Tapones para Aitana» cuya finalidad era recolectar tapones de plástico para venderlos a una empresa recicladora. La Fundación Seur se encargaba de centralizar la entrega de los tapones de todas las personas que quisieran colaborar. Una empresa de Ibi pagaba 300 euros por cada tonelada de tapones. Halcón Viajes se comprometía a suministrarles los billetes de avión a la familia. Y el Ayuntamiento de Tarazona cedió una nave para poder almacenar los miles de tapones que llegaban cada día. ¿Qué más se podía pedir? En la primera campaña, trece millones de personas decidieron reciclar y no tirar los tapones a la basura. Obtuvieron 135.000 euros lo que les permitió acudir a Boston y sufragar la primera operación. Una familia anónima les donó 50.000 euros para lo que necesitara la niña. En apenas tres años la familia recibió…. ¡1.000 millones de tapones! En la actualidad, Aitana sonríe y sueña con ser algún día azafata.

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«Lo único capaz de salvar a un ser humano es otro ser humano», reza el logo de Médicos Sin Fronteras. La solidaridad constituye, sin duda, uno de los pilares fundamentales de una sociedad. Esta virtud está directamente relacionada con nuestra capacidad de empatizar, es decir, de identificarnos mental y afectivamente con el estado de ánimo de otra persona. Cuando observamos que una persona está atravesando una situación difícil, dejamos por un momento de percibir el mundo desde nuestro particular punto de vista y nos colocamos en la posición del otro. ¿Qué haría yo en una situación similar? ¿Cómo me encontraría? ¿Buscaría alguna solución? Es posible que cuando las respuestas a esas preguntas despierten sentimientos dolorosos –por ejemplo, el miedo a perder un hijo- decidamos pasar a la acción y colaborar en iniciativas solidarias. De esta manera, se despierta la sociabilidad que inclina al ser humano a sentirse unido a sus semejantes y a la cooperación con ellos.

El caso de Aitana refleja la importancia de la colaboración ciudadana. ¿Quién podía pensar que unos tapones de plástico iban a salvar la vida de una niña gravemente enferma? Este hecho demuestra que, a pesar de la cultura individualista que impera en la sociedad moderna, aún nos quedan resquicios de aquella primitiva solidaridad que mantenía unida a la tribu cuando vivíamos en cuevas, hacía frío y la comida escaseaba. Es cierto que la solidaridad tiene grandes metas para el siglo XXI. ¿Acaso creen que la paz, la protección del medio ambiente o la mejora de las condiciones de los países más desfavorecidos se van a conseguir si no colaboramos todos juntos? Todavía no tenemos respuestas para estos grandes interrogantes. Sin embargo, en el caso de Aitana, la solución se encontró precisamente donde menos podía pensarse: ¡en la basura! El reto, desde luego, será difícil y, por tal motivo, quizá nos sirvan de ayuda las palabras del gran jugador de la NBA Michael Jordan: «Algunas personas quieren que algo ocurra, otras sueñan con que pasará, otras hacen que suceda».