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Nadie me explica por qué viene un rey después de otro, colocado en el trono como una ficha de ajedrez. Un rey que sigue a otro que llegó, para colmo, siguiendo el mandato de un dictador, y que durante casi treinta años ha estado viviendo a la sopa boba, con unos privilegios innecesarios, hasta el cuello de escándalos privados y públicos, de corrupción (con el caso Nóos del ahora desaparecido en combate Iñaki Urdangarín, como guinda del pastel), de cuernos (de inocentes elefantes) y con su mensaje navideño como una letanía de fondo.

Mi generación se ha aburrido ya de las bondades de ese rey campechano, casi todas cimentadas en aquella dudosa gesta del 23-F, que se parece más al éxito de las Ketchup con el 'Aserejé' que a un planteamiento democrático con fundamento. Tanto nos aburre la batallita que ni el audaz Jordi Évole nos ha conseguido enganchar a la bola: preferimos visualizar, por ejemplo, su entrevista con el presidente de Uruguay, José Mujica, en las instalaciones de su huerto oficial. Nos inspira más.

Nadie me explica tampoco por qué es el hijo, y no la hija, el encargado de asumir ese derecho medieval en pleno siglo XXI. ¿Será cosa, además de haber nacido en la familia borbónica, de tener o no tener aparato reproductor masculino entre las piernas? ¿Por qué tenemos que vivir este ejemplo tan flagrante de discriminación contra la mujer, que sigue siendo una actriz secundaria frente al varón en la línea sucesoria? ¿Y por qué se da ahora el relevo, justo después de las elecciones europeas, con el bipartidismo contra la pared y con la respiración contenida, con sorpresas como el triunfo de Podemos y con unos gobernantes instalados en sus asientos gracias a su carné de casta? No me lo explica nadie.

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Nadie me explica por qué, con la que está cayendo, en lugar de un referéndum (que imagino que podría dar pie a uno detrás de otro), no se convocan directamente unas elecciones generales (creo que los cuatro años se están haciendo demasiado largos y demasiado crueles para muchas familias de este país), y que cada partido, en su programa, explique el modelo de estado que plantea en este periodo de cambio más que necesario: los que opten por una república, que incluyan allí, donde toca, la intención de iniciar un proceso constituyente. Porque la idea de república, como sucede en otros estados que gozan de este modelo, no es opuesta ni sinónimo de ideologías de derecha o de izquierda, ni de otras divisiones que tan rentables les han salido hasta ahora a los que mueven los hilos (del dinero), simplemente, es un modelo en el que no caben más de esos reyes que por su apellido ocupan un lugar que ya sólo les debería estar reservado en los cuentos de los hermanos Grimm. O mejor, que lo proponga el propio Felipe (dentro de poco Felipe VI, nombre que, claro está, también lucirán próximamente las correspondientes avenidas urbanas).

España tendría que caminar hacia adelante, a pesar de la mala/nula gestión de la memoria histórica que se ha llevado a cabo en esta tierra apaleada y fratricida: mucha gente tiene ganas de hacer las cosas de otra manera, de cambiar el rumbo, de dejar atrás los desastres de la guerra, los chanchullos derivados de la tan aplaudida Transición y de encontrar un futuro más sostenible para el planeta y para las personas, pero las presiones de las corporaciones que mueven hoy el mundo consumista son fuertes, y para muchos es mejor seguir la corriente a un crecimiento económico infinito del todo imposible y mirar para otro lado. Para muchos, y esto sí que nadie me lo explica, sigue siendo más divertido comentar el estilismo de la aún princesa Letizia y/o vivir dentro de un partido de fútbol permanente.

Nadie me explica además por qué no pueden ser los ciudadanos los que decidan el nuevo camino ni por qué la Constitución no puede evolucionar, igual que lo hacen los pueblos, las lenguas o la justicia (en algunos casos, no precisamente en la legislación del aborto). Es un texto intocable, el de la Carta Magna, dicen, excepto cuando el PP y el PSOE se ponen de acuerdo para hacer una reforma exprés al dictado del dictador moderno que encabezan las entidades financieras, como la que llevaron a cabo para imponer un techo al gasto público, aprobada por la puerta de atrás, en el sopor de agosto de 2011. ¡Ah! Y nadie me explica por qué los gobernantes no están obligados a cumplir luego sus programas electorales, claro, porque ésa es otra: se tendría que legislar y penar su incumplimiento como cualquier otra estafa. Nadie me explica estas cosas y no, no es fácil vivir entre tanta duda: se aceptan aclaraciones.

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