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Hay frases que se quedan perpetuas en la memoria por el impacto, por las emociones que generan, dicen. Entiendo que permanezcan declaraciones de amor, adioses, momentos cumbres de una vida pero, ¿qué hay de esas frases insignificantes? ¿Le pasa a todos? Yo tengo una colección. Hoy traigo como ejemplo una frase que me dijo una periodista famosa, encargada de hacer un programa diario en la televisión, uno de esos que se hacían (y que tal vez aún se hacen) para entretener a las presuntas amas de casa. Ahora, imagino que tratarán de aliviar también a los cinco millones de parados.

Por aquel entonces yo escuchaba aquellos debates caseros de fondo mientras estudiaba, cuando mi madre enchufaba el aparato para hacer un descanso de unos minutos, mientras comía su ración de frutas y resoplaba su flequillo cansado. Para entonces, ella ya había ventilado, había hecho las camas, había recogido el desayuno, una lavadora estaba en marcha y con la aspiradora había recorrido la casa en busca del tesoro, como esos cazadores de metales de las playas. Había limpiado los baños a conciencia, había pasado el polvo y todo olía a productos de limpieza, a frío. Ya sólo le faltaba la ducha para vestirse y bajar a toda prisa a comprar víveres para la comida de todos, que comíamos por turnos. Cada día lo mismo. En esa época yo iba a la facultad por las tardes, así que almorzaba pronto y salía de aquellos rituales para entrar en los míos: autobús, metro, clases para niños bien con profesores sectarios (la mayoría), y alguno que otro brillante, los rituales de la cafetería y todas las noches de vuelta pensando en huir.

Aquella presentadora fue la primera persona que entrevisté. Nos habían pedido en la clase de redacción periodística que consiguiéramos un tú a tú con algún personaje relevante. Algunos de mis compañeros ya los tenían en sus propias familias o en la puerta de al lado: políticos, empresarios de éxito, diplomáticos y artistas. Mi barrio, en cambio, era anónimo y en mi familia no había estrellas: aunque luego mi abuela Adela se convirtió en una, literalmente. Fue mi madre quien tuvo (como tantas otras veces) la idea genial. La empresa de mi padre fabricaba y vendía armarios y vestidores a medida —aún lo hace, a duras penas, tras estos años de navajazos al pequeño empresario—, y entre sus clientes de aquellos días estaba ella: la presentadora. Dijo que sí y me puse manos a la obra. Busqué su biografía y me preparé para tratar de descubrir algo que me rondaba en esa época: ¿de verdad me gustaría convertirme en alguien como ella?

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Mi padre me llevó un domingo, aprovechando que tenía que cobrar, a aquella urbanización de las afueras de Madrid. Ella nos recibió sonriente. La impresión, recuerdo, fue una mezcla entre familiaridad y terror: los 'famosos' me resultaban al principio como muñecos de cera, no me los imaginaba con vida propia y me sorprendía cuando empezaban hablar.

Estar allí era un sueño raro, en su casa en obras, con ella en vaqueros y sin maquillaje, y con mi padre haciendo bromas. Yo lo había preparado todo, cámara de fotos, grabadora, cuaderno y una lista de preguntas tópicas que fui haciendo con más vergüenza que aplomo. La presentadora dominaba la conversación, parecía divertida pero luego dijo aquella frase que vino a sumarse a mis frases interminables (y absurdas). Fue después de la entrevista, después de firmarme una foto suya que nunca pedí y después de tratar de convencerme de que había elegido la profesión más bonita del mundo, cuando empezó a hablar en otro tono. Nos dijo que acababa de despedir a la asistenta, que era un desastre y se burlaba y contaba entre carcajadas que buscaba a otra que a ser posible hablara español. Mi padre, vendedor nato y camaleón, que aún no había recibido el cheque y que seguramente en aquel momento pensaba en la paella que comeríamos en casa y en la siesta de después, le daba la razón y le decía que era un tema complicado. Ella dijo entonces que la asistenta había sido expulsada porque «limpiaba sólo lo que veía la suegra»: y ahí lanzó la frasecita, como si nada. Nos miraba a los dos, alternativamente, como si pudiéramos entender su idioma. Yo pensé entonces en mi madre, en sus rutinas de cada mañana y odié para siempre a la presentadora. Aún en días como hoy, cuando limpio y por pereza no levanto algún frasco, o no aparto los libros o no meto la escoba debajo de la cama y en todos esos rincones que no se ven a simple vista, me acuerdo de la presentadora y de su suegra; y lo peor de todo es que cuando viene a mi mente, acabo sucumbiendo: limpio a fondo, vacío las estanterías y levanto todas las alfombras.

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