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Mi padre era cocinero. Lo era mucho antes del boom turístico, cuando apenas había una fonda en Ciutadella. Había aprendido el arte de cocinar en un buen hotel, y yo todavía conservo un par de libros de cocina suyos. Lo recuerdo porque hoy la gastronomía ocupa un lugar relevante en la vida social; digamos que está de moda. Existen programas televisivos dedicados a la gastronomía, concursos, y restaurantes en los que uno tiene que hacer mucha cola para que le acepten, y luego debe andarse con cuidado con lo que pide, no sea que le echen como le ha ocurrido a más de uno por exigir una sanfaina. Lo curioso es que hace años la gente hablaba del futuro como un lugar utópico donde nos alimentaríamos con una simple pastilla. Es evidente que no ha sido así. En una época en la que los niños del Tercer Mundo se mueren de hambre hay gente que se gasta un dineral en una comida que se toma poco más o menos de un solo bocado. Me refiero a los platos enormes de la Nueva Cocina, adornados con regueros artísticos de alguna salsa y con un trocito de pescado en medio, muy sabroso, muy acicalado, pero que yo más de una vez me he zampado de una dentellada. En cambio los romanos dicen que hacían lo contrario, comían a dos carrillos para luego regurgitarlo y volver a comer. Mientras tanto los esclavos, como en todas partes –no me digan que ya se ha abolido la esclavitud— morían poco menos que de hambre.

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Pasé mi niñez en una cocina, pero no trabajando, sino viendo trabajar. Veía a mi padre dar forma a las croquetas con sus manos, freír las raoles con aceite caliente, rellenar la pasta de los robiols con picadillo de carne, confitar la cebolla del estofado en una receta que nosotros llamábamos de ceba eterna, cortar rodajas de calamar relleno humeante, hervir langostas que tenían una antena rota y no se podían guardar para hacer ensalada con salsa mahonesa, cocer una cazuela enorme con arroz para cien comensales, rellenar vísceras con trufado de carne y luego prensarlo bajo todo lo que había a mano con un poco de peso, asar salmonetes sobre una plancha llena de hollín, destripar meros morrocotudos que tenían aun en la boca anzuelos no menos espectaculares, apretar las gallinas contra la mesa para que dieran la sangre de un solo tajo en el cuello, quemar el azúcar sobre infinitos platos de natillas, etc. La cocina se llenaba de un humo dulzón, espeso como decían que era entonces la niebla en las calles de Londres; niebla de caramelo que empaña las imágenes de la memoria.