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En un pueblecito llegó un día un curandero. «¡Ya llegó! ¡Aquí estoy con la cura para curar cualquier enfermedad! Tengo remedio para todo, para el estómago, el dolor de rodillas, el malestar de cabeza… ¡Pidan lo que necesiten! ¿Cuál es su dolencia? ¡Pidan!»

Y la primera fue una mujer: «Tengo dos años con un dolor de huesos que me está matando. Nada me lo ha podido curar…» «¡Aquí tengo lo que usted necesita! Tenga, hierva estas hojas y tómese dos tazas cada hora y verá que en tres días, adiós dolores…» Y más atrás tronó otro que gritaba: «Llevo más de un mes sin poder dormir. Cuando cierro los ojos, me entra un ardor de estómago que no duermo. Y vea, tengo hijos que mantener y no estoy rindiendo en el trabajo.» «¡Caballero! Lo que usted necesita es un masajito diario con este aceite milagroso de flor silvestre. ¡Únteselo antes de acostarse y verá que en cinco días dormirá que tendrán que jamaquearlo para que despierte!»

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Y así siguió la cosa, y parecía que el brujo tenía cura para todo. Un joven se acercó para pedirle a aquel hombrecito feo y jorobado algún remedio para el mal que lo aquejaba… Y mientras el brujo seguía vendiendo sus botellas y brebajes, el joven elevó la voz por entre todas las del pueblo, dijo: «Si eres capaz de curarlo todo, dame algo para este mal que traigo…» «¿Qué cosa te duele?" preguntó el brujo, y el joven contestó: «El alma». «¿El alma? Pero hijo, yo no puedo curar esas cosas…» «Entonces -respondió el joven, irritado- ¿por qué pregonas que eres capaz de curarlo todo, cuando no tienes remedio para sanar lo más importante?»

Y poco faltó para que de una patada tumbara el cajón y los frascos que el viejo brujo exhibía. Una mano se lo impidió, que se posó sobre su hombro. «¿Te duele el alma?» Era una muchacha de mirada apacible la que le hablaba y el joven respondió ruborizado: «Sí. Llevo muchos años así, y no he podido encontrar quién me cure».
Los del pueblo se quedaron sin habla. El brujo tenía una cara muy brava, disconforme con lo que estaba sucediendo. La chica miró fijamente al joven en los ojos, y le dijo: «¿Sufres soledad, no es así?» Y como el joven asintiera con la cabeza, ella afirmó: «Lo que necesitas es orar». El brujo se burló. «Y ¿qué es orar?» preguntó el joven. «Es saber que alguien te escucha y te comprende. Es dialogar con alguien a quien tú le interesas más que cualquier otra cosa. Es sentirte querido, es sentirte acogido». Y el joven, con el rostro iluminado y una leve sonrisa, exclamó: «Eso es justamento lo que anduve buscando durante años: ¡que alguien me hiciera caso y se preocupara por mí». El joven se alejó brincando sobre su propia sombra, mientras el brujo, con toda la multitud mirándolo fijamente, recogía sus bártulos para irse con su música a otra parte.

Y así lo cuenta la leyenda que recogí en algún momento y que ahora les relato... Y que concluye que el hombre no sólo es un cuerpo sano o enfermo. También es alma, espíritu. Hay dolores que ni la medicina ni las terapias, ni los interminables tratamientos pueden eliminar. Dolores del alma, que conocemos con el nombre de soledad, de tristeza. Orar, orar mucho. No hay cura más confiable que la oración.