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El refranero asegura que a buen entendedor, pocas palabras bastan. Esto me lleva a pensar lo contrario, que a mal entendedor, muchas palabras no bastan. En efecto, a veces me he encontrado con hombres y mujeres con los que no hay manera de entenderse. Es como aquello del diálogo de sordos, que es lo que a veces he visto en televisión donde dos o tres contertulios intentan imponer su opinión hablando todos a la vez: nadie escucha a su interlocutor, y no hay peor sordo que el que no quiere oír. También dicen que las paredes oyen, y sin embargo hay personas que son peor que las paredes: parece que ni siquiera oyen. Lo que es peor, entienden lo que no es o s'ho agafen tot per s'ansa qui crema. Seguro que se han encontrado ustedes con que alguien se enfada por algo que han dicho sin la menor mala intención. Supongo que este hecho es un ejemplo de ruido, como aquello de Nerón, que veía arder Roma desde la roca Tarpeya: «Mira Nero de Tarpeya a Roma como se ardía» y la gente entendía: «marinero de Tarpeya» como ya parodió Cervantes en el Quijote.

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Hoy en día todo esto se puede consultar fácilmente en Internet, pero hubo un tiempo no tan lejano en que no existía Internet. Yo solía tener una máquina de escribir Olivetti Pluma que me compró mi padre cuando tenía dieciocho años (yo, no mi padre). Con ella escribí mis primeros libros, y gané el que entonces se llamaba premio Gabriel Maura o Ciudad de Palma. Hoy en día creo que ese premio lleva el nombre de Llorenç Villalonga, que entonces era jurado del premio. Luego el senyor Jaume, que regentaba Mecanografía Viena, me vendió otra máquina de escribir Olivetti, con carro y todo. Me dijo que yo ya era un buen escritor y necesitaba una buena máquina. Era de segunda mano y tenía pintado el número 23. Con ella escribí muchos libros y en 1986 gané el Nadal. ¿Ven cómo entonces no existía Internet? Hubo un tiempo en que ni siquiera existían las calculadoras. Un profesor de Mataró me dijo que su padre era arquitecto y que sin embargo tenía que recurrir siempre a la regla de cálculo. Hoy los niños ya no saben sumar, restar, multiplicar o dividir: saben usar una calculadora. Tampoco saben usar el diccionario; mejor dicho, saben usar el diccionario digital, que lo resuelve todo ipso facto. Una vez le dije a un chico que buscara una palabra en el diccionario de inglés; cuando llevaba media hora buscando le dije que a ver que decía el diccionario de la palabra en cuestión y me respondió: «¡Espera, que hay muchas!».