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Cuando llovía corríamos calle abajo a la salida del colegio, como niños atolondrados que éramos, porque queríamos correr más rápido que las gotas de lluvia. A veces apenas nos mojábamos, porque caía una llovizna tímida, un sirimiri de lo más lento y sutil. Pero en ocasiones nos pillaba un chubasco repentino que nos empapaba de pies a cabeza, y yo lloraba desconsolado porque no tenía tiempo de meterme a buen recaudo. Me sentía tan afligido que lloraba a mares, con la cartera de piel de cerdo en una mano, y entre el aguacero, que ya era tan intenso que formaba una cortina de agua y no se veía nada, y mi llanto, que era angustiado y salado, tan abundante como si hubiesen abierto las compuertas del cielo en cada uno de mis ojos, llenábamos la avenida con un torrente amargo y terroso de lágrimas y agua, y era arrastrado calle abajo hacia el huerto del Canal, y el barranco quedaba totalmente encharcado y fangoso, y el barro iba desembocando en el mar por la culata del puerto, y el mar quedaba todo encenagado, y las barquitas, siempre blancas, atildadas, como almidonadas, quedaban verdes y enfangadas como despojos del mar. Había un borriquito en una noria que me veía pasar, arrastrado por la corriente, y lloraba conmigo: «¡Hi-ho, hi-ho!». Y como era cuestión de espabilarse conseguía agarrarme a las ramas de un laurel, y me encaramaba al árbol y desde allí veía pasar sillas de enea y cestos de mimbre y viejas enlutadas y gatos abotargados y almudes de medir grano y cántaros de leche y perros que nadaban como si caminaran, con el hocico en alto, y sombreros de paja y pupitres del colegio y curas de sotana y niños y jóvenes y viejos y hasta estrellas del cielo.

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Y allí me quedaba, encaramado en lo alto del laurel, esperando a que pasara el diluvio. El canal se veía lleno de agua a rebosar y sólo yo y el borriquito de la noria, que quedaba sobre una elevación del terreno, éramos testigos de tanto desconcierto. Pronto salía un sol redondo, risueño, que aliviaba con el calor de sus rayos la riada y el destrozo que había ocasionado la lluvia. Y la luz del sol resultaba fascinante sobre el agua del canal. Parecía una marisma de cristal, en la que el viento alzara olas de crestas espumosas, sesgadas por la claridad amarillenta del sol, como teñidas de limón en el crepúsculo, como si fueran en realidad dunas de arenas movedizas en un desierto ardiente, como si el agua encharcada fuera una inacabable llanura de natillas amarillentas que hasta parecían de oro.