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Antes era más fácil olvidarse de todo y ser olvidado. Una ruptura sentimental, una mala pasada de una amiga, esa persona que ya tiene el cupo de tu tiempo cubierto con el horario laboral..., todos podían pasar sin problemas al baúl de los recuerdos que no molestan, donde nuestro cerebro desactiva aquello que no nos interesa estar reviviendo constantemente. Ahora no es así. Si no formas parte de una red social pareces un huraño tecnológico, un apestado de la sociedad virtual en la que, nos guste o no, se cuecen cosas de las que hay que enterarse. Si participas en el juego, por muy prudente que seas -y esto incluye no informar de actividades tales como a qué hora te acuestas o si te sientes triste o cansado cada cuarto de hora-, estás expuesto, y es muy probable que entres en la eternidad de los buscadores de internet sin quererlo.

O que te debatas entre la conveniencia o no de aceptar una solicitud de amistad o de bloquear a ese ex-algo (pareja, compañero, amigo) con una vida que parece de película y exceso de ego. La hiperconexión también agrava problemas como el acoso escolar, que antes daba un respiro a las víctimas cuando volvían a casa, pero que ahora continúa en el ordenador y el móvil.

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Nuevos retos que afrontar como el de borrar el rastro de muchas personas que buscan restaurar o limpiar su reputación; se acogen a la sentencia del Tribunal Europeo que reconoce que las personas pueden solicitar al sabelotodo Google que retire de sus motores de búsqueda asuntos que les afectan.

La compañía no lo borra todo, alegando el interés general, y el contenido bloqueado en Europa puede verse en otras partes del mundo, pero es un paso hacia la recuperación del anonimato perdido. Según su último informe de transparencia, 13.845 españoles han solicitado que se borre su historial. Pero no somos los más celosos de nuestra huella digital: los franceses, con casi 30.000 peticiones, son los que más ejercen su derecho al olvido.