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Era, al fin y al cabo, un pueblo pequeño, pese a que nuestra gente decía que era el mejor pueblo del mundo. Gente cabal que vivía en casas que parecían enormes caras de piedra en las que las ventanas del piso fueran los ojos y la nariz fuera la puerta de la cochera, desgastada por debajo, a causa del arrastre sobre un enlosado desigual al que no siempre se accedía desde la acera, porque no siempre había acera. Todas las casas solían tener también ventanas en la planta baja, sobre todo aquella ventana coqueta, primorosamente pintada de verde, que era la ventana de la salita, donde las mujeres cosían, bordaban, hacían calceta, planchaban o hacían trabajos a domicilio para una fábrica de calzado o de bisutería, y sobre todo charlaban, reían un poquito, derramaban alguna lagrimita recordando aquel familiar muerto, o aquel novio que las quería tanto y que murió en la guerra o acabó casándose con otra más fea que el pecado, una que tenía una pechuga de campeonato y que le mandó para el otro barrio de tanto currar mientras ella se daba la vida padre. Las mujeres cosían o planchaban y gastaban mucha saliva en balde, que era de lo poco que tenían para gastar. Las casas de mi pueblo tenían nariz, y ojos, y una barbacana sobre la cornisa que era como un tupé de piedra, un tupé de aquel entonces, cuando se imponía llevar la cabeza rapada, sobre todo en el pescuezo, y un montoncito de pelo fijado sobre la frente que era como una barricada, duro como los élitros de un escarabajo. Casas fantásticas de mi pueblo grande, el mejor pueblo del mundo. Tenía su hermoso casco antiguo, lleno de palacios de piedra desnuda, gastada por el tiempo, de oscuro zaguán, adornado con ánforas enormes, de donde partían escaleras anchas y suntuosas. El tiempo podía palparse en esos portales, se condensaba en un frío estremecedor, casi tan sólido como el hielo. Mi pueblo había estado rodeado de murallas y de un foso, y ahora las murallas habían sido suplantadas por un cinturón de calles anchas con pretensión de avenidas. Los chicos jugaban en la calle a fútbol, a canicas o a la rayuela, rasguñándose las rodillas si se caían, y de vez en cuando pasaba un coche negro, de aspecto fenomenal, como una enorme tortuga blindada. Más allá del pueblo, bajo un cielo pálido que a menudo cruzaban aviones a reacción, se extendía la costa abrupta y el mar, liso y transparente unas veces, rugiendo bajo el azote del viento otras, siempre ajeno, siempre salado, marcando el límite del mundo conocido.