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La nieve se había fundido en la calzada y estaba amontonada a ambos lados del camino. Viajaron en un confortable carruaje hasta Annency, siempre en medio del manto nevado, pero bajo un sol rutilante y un cielo completamente despejado. Los fornidos cocheros ayudaron a solventar los pocos contratiempos que se presentaron, y al llegar a Annency el lago era como un espejo calidoscópico que centuplicaba todas las cosas bellas del mundo. Se alojaron en casa de uno de los guías, cuya anciana madre les regaló con los mejores quesos monteses y con vino de las tierras altas que hacía olvidar todos los rigores del frío. Era una vieja paciente, acostumbrada a ver pasar el tiempo; preparaba una sopa de pescado tan suculenta que sentían la tentación de quedarse allí mientras hubiera lucios y cangrejos en el río.

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Pero continuaron viaje algunos días más tarde en un coche con patines tirado por mulas. Aprendieron a caminar renqueantes sobre la nieve, cuando la dureza del trayecto lo requería. Fueron subiendo entre aquel panorama fascinante, entre abetos y castaños que parecían gigantes espolvoreados con azúcar y que aun en los días de más calma rezumaban una sonora lluvia de gotas de agua. Se detenían en refugios ignorados y habían de desembarazar la entrada y la chimenea con palas y encender fuego dentro para no quedarse tiesos de frío.

Reemprendieron el camino y dejaron atrás el Col des Montets y el Col de la Forclaz y llegaron a Martigny. A menudo encontraban mercaderes que les deleitaban con el relato de sus correrías, y los aldeanos que también hallaban de vez en cuando, labradores de cultivos exóticos como el maíz, el centeno o la patata cuando en primavera la nieve se fundía en corrientes de agua rumorosas y fresquísimas, les embelesaban con antiguas patrañas fantásticas. En Martigny se alojaron en un caserón desde el que se oía borbotear las aguas del Ródano, y se despertaban sobresaltados, se asomaban y sólo veían infinidad de abetos nevados bajo la luna. Desde allí se encaminaron al Col du Grand Saint Bernard que cruzaron sin detenerse en el refugio a orillas del lago desde donde los monjes socorrían a los peregrinos que se encontraban en apuros. Caían levísimos copos que parecían mariposillas juguetonas en medio de un día gris, terriblemente ceñudo. Por la tarde volvió a sonreírles la espalda nacarada del Mont Blanc, iluminado de lleno por el sol, detrás del cual el valle de Aosta se envolvía en una sábana blanca como un fantasma dormido.