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Se podría pensar que por volar a menudo, algo a lo que nos vemos obligados los que vivimos en una isla, el hecho de elevarse por los aires y sostenerse ahí, gracias a las leyes de la física, la pericia de un piloto y los ordenadores de a bordo, no nos inquieta. Pero cada vez que sucede una tragedia aérea como la recientemente ocurrida en los Alpes, con el vuelo de Germanwings, se disparan las alarmas. De poco sirve racionalizar el suceso y repetir que es el medio de transporte más seguro –que lo es-, que el goteo de muertos y heridos por accidentes en carretera es incesante y se repite cada fin de semana –que también-. El miedo a movernos en ese medio ajeno, el aire, sigue ahí.

En la terminal oyes las primeras conversaciones sobre el accidente en el que han fallecido 150 personas, inocentes todas ellas salvo un copiloto suicida, un homicida. Siempre hay a tu lado algún experto en cajas negras e incluso en terrorismo. Nunca he entendido esa afición por hablar de catástrofes justo antes de ajustarte el cinturón en un avión, debe de ser alguna manera de conjurar los propios temores.

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Estos días los movimientos de la aeronave te parecen más raros, fijas tu mirada en las instrucciones de tu Airbus 320 (vaya) y las de la azafata, en la bolsa antimareo que te anima keep calm, respira, no pasa nada, y rezas para que el comandante sea un tipo feliz, con problemas tal vez, pero con tantas ganas de vivir como tú.

Sucesos como el acontecido con la aerolínea alemana deben hacer recapacitar sobre todos los controles que pasan los ocupantes de un avión, nos centramos en los pasajeros pero al parecer se cuela en una filial de Lufthansa un profesional con problemas mentales. Eso tendrá que llevar a revisar los protocolos de seguridad en las cabinas de los aviones. Pero los viajeros que salieron de Barcelona ya no están, descansen en paz. La vida pende de un hilo muy fino y estas tragedias lo demuestran.