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Damos bastante vergüenza, como especie digo. Aquí no se salva nadie. Somos una panda de chorizos en potencia. Cuando no roba uno, roba el otro y así en lugar de deshojar una margarita en plan «me quiere o no me quiere», contamos billetes suspirando «me lo quedo o no me lo quedo». Lo que nos diferencia es el tamaño del palo que pegamos y el modo de pegarlo. No es lo mismo levantarle cuatro golosinas a la dependienta de la tienda de la esquina que embolsarse unos cuantos millones de euros de nada con un contrato hinchado.

Estoy convencido de que si dedicásemos una parte del ingenio que invertimos en tangar al personal para hacer cosas buenas como por ejemplo erradicar el hambre en el mundo, curar el puñetero cáncer o, sencillamente, hacerle más fácil la vida al vecino, disfrutaríamos de otro tipo de sociedad y de otro tipo de relaciones. Claro que si lo hiciésemos es probable que tuviésemos pastando en el jardín de nuestra casa algunos unicornios rosas ya que estaríamos viviendo en el mundo de Yupi.

Tenemos una habilidad fascinante. Robamos, cada uno en la medida de sus posibilidades, con una facilidad que ya ni nos avergüenza. Lo hace el más rico de todos y también el más pobre, aunque ninguno de los dos casos se justifique. Roba el que lo hace por necesidad y, en mitad de la desesperación y el hambre, no ve otra salida que reventar la cerradura ajena y lo hace aquel que, entre chanchullos, elude pagar los impuestos correspondientes argumentando -y no le falta razón- que papá Estado lo tiene asfixiado con tasas que rozan lo absurdo. Lo último, pagar un impuesto por recolectar energía solar, como si el sol le perteneciese a alguien.

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Vamos robando sin importarnos el mensaje que dejamos a la generación que viene. Esa juventud que ya crece suficientemente martirizada por la bazofia que se emite en la televisión y que encima ve como políticos de un color u otro, altos ejecutivos, deportistas, estrellas de cine, papá o mamá se la trae al pairo lo que dice la ley.

Los ejecutivos de la FIFA han sido los (pen)últimos. Aquellos a los que se les hincha la boca con el eslogan de Fair Play (Juego limpio) y luego, en el despacho, se embolsan millones en formato sobornos sin importarles, por ejemplo, las condiciones infrahumanas de los trabajadores que construyen las sedes del Mundial de Qatar. «Por cada partido que se juegue en el Mundial de 2022 habrán muerto 62 trabajadores», asegura una de las organizaciones internacionales que lucha por los derechos humanos. Pues eso, chorizos e insensibles.

dgelabertpetrus@gmail.com