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A los 14 años tú y yo éramos un proyecto de adolescente inaguantable, preocupados más por el qué dirán que por lo que decíamos, con aspiraciones bravuconearías y la intención de comernos el mundo, apartando las verduras a un lado claro. A los 14 andábamos enfrascados en coleccionar a todos los Pokemons, dándole largas a lo de hacernos mayores y siendo, para qué negarlo, algo malcriados. A los 14 años, Malala Yousafzai se debatía entre la vida y la muerte después de que un grupo de talibanes de los más valientes que se contempla en la faz de la Tierra la asaltara a la salida del colegio y le pegara un tiro en la cabeza. Concretamente la bala le entró por la oreja y le salió por el cuello. Ahora, tres años después, se sabe que ocho de los 10 monstruos que tuvieron las agallas de apretar el gatillo a quemarropa cuando encañonaban a una cría que lo único que había hecho era luchar por el derecho a la educación para las niñas paquistaníes, no han pisado ni de lejos cárcel alguna. Otro caso de aquella justicia injusta.

El caso de Malala sacudió a todo el planeta. Mientras los terroristas se jalonaban de su última conquista, la pequeña se debatía entre la vida y la muerte con un proyectil que inspiró a miles de personas empezando por los habitantes de Paquistán que plantaron cara a los talibanes. El pueblo, que es sabio aunque a veces no nos lo parezca, clamó justicia y fue entonces cuando entraron en escena los tan temidos tribunales militares para hacerse cargo del caso. Ahora resulta que a ocho de los diez desalmados los dejaron en libertad pese a estar condenados a cadena perpetua.

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La justicia, dicen, es ciega. Pero a mi a veces me entra la duda y me pregunto si no será también un poquito gilipollas. O, a caso, el que la maneja a su antojo haciendo y deshaciendo esquivando impunemente el castigo pertinente. O gilipollas somos todos, que asistimos en primera fila y dejamos que los mangoneos y los chanchullos prosperen alegremente en el terreno donde florecen más imputados por metro cuadrado.

Malala, que ha sido premiada en multitud de ocasiones incluido el Premio Nobel de la Paz, que ha publicado un libro altamente recomendable en el que cuenta su terrorífica experiencia (Yo soy Malala), que ha convivido, sobrevivido y ha plantado cara al horror del terrorismo tiene derecho a tirar la toalla en su lucha a favor de hacer del mundo un lugar mejor. Porque si a los últimos valientes que les quedan ganas de seguir luchando la justicia les da la espalda nos quedaremos huérfanos. Los malos y gilipollas habrán ganado.