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Te pongas como te pongas, una mentira sienta mejor que la realidad en la zoociedad en la que vivimos. La verdad es la que es y a menudo no encaja con la situación con la que topa del mismo modo que un bebé intenta inútilmente pasar una figura cuadrada por una rendija redonda. Fa tope. En cambio, la falacia se puede manipular, cambiar, tratar y adaptar a la realidad para que encaje a la perfección e, incluso, nos haga hasta ilusión.

Es la impresión que me queda. Fíjate, amigo lector, que cuando alguien dice la verdad le exigimos un montón de pruebas que lo corroboren, comprobaciones de todo tipo mientras que si fulanito se ampara en la mentira le basta con soltar una de bien gorda para que importe más lo que ha dicho que el hecho de si es cierto o no.

La verdad no suele gustarnos, dice el refranero popular que «ofende», mientras que la mentira, bien administrada, apacigua, calma y amansa a las fieras. Además, como no es verdad, el que la suelta se queda tan pancho que no tiene de qué preocuparse. Además, de perdidos al río, puede ir añadiendo y sumando mentiras sin preocuparse más que por hilar la falacia para que no genere sospechas. Eso, en el caso de los profesionales, claro.

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Porque aunque la mentira atraiga más, lo cierto es que es muy peligrosa. Se trata de un arma de destrucción masiva, puede cambiarlo todo apenas unos segundos después de aparecer generando confusión, destrucción y alarma. Como cualquier arma, en manos de la persona equivocada puede, puede crear un pitote que se alimenta de los rumores y resulta difícil de frenar.

Hay quien acorralado por la verdad, asfixiado por un hecho que prefiere regatear se agarra frenéticamente a la mentira soltando lo primero que le viene a la cabeza muy fuerte, muy convencido y repitiéndolo tantas veces que al final el propio implicado duda de su veracidad. La verdad es la que es, simple, mientras que la mentira puede llegar a requerir de una estrategia sutilmente diseñada para que tenga éxito.

Si te paras a pensar, parece incluso que la verdad está mal vista. Todos mentimos de una u otra forma en el día a día, aunque vayamos de impolutos por la vida. Miente el que roba, el que engaña, el que inventa o incluso el que intenta colarse. Hasta aquí podríamos pensar que la humanidad está perdida si no fuera porque la verdad le permite a uno estar tranquilo, en paz consigo mismo de una forma armónica y envidiable. Y eso no hay mentira que lo logre.

dgelabertpetrus@gmail.com