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Comprendo la vida que llevan los ricos aunque no la comparto. Tampoco me afecta el síndrome de Robin Hood: ese afán de desposeer a los que más tienen para repartirlo entre los pobres. La burda división entre buenos y malos, explotadores y explotados, con la que dividimos el mundo, me mueve a sospechar que la realidad nunca es tan simple ni maniquea como nos quisieron hacer creer desde pequeños.

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La obsesión enfermiza por la igualdad, dispuesta a sacrificar la libertad en aras de sus objetivos, siempre me ha parecido peligrosa. No siempre equivale a un sincero anhelo de justicia, sino que se fundamenta en la envidia, la creciente inseguridad y un agrio resentimiento corrosivo, Es el afán de poder de aquellos que anhelan más las posesiones ajenas que los méritos necesarios para obtenerlas. Los ricos lo tendrán difícil para entrar en el reino de los cielos pero, por ahora, un abismo sigue separando a los pocos millonarios satisfechos de los millones de pobres infelices. La gente hace quinielas por si acaso.

Uno se imagina lo que hará con el dinero, aunque sabe que es un material volátil y difícil de conservar. Fuente segura de cuidados y disgustos. La desmoralización actual proviene de la especulación, de la estafa descarada y del robo institucional que nos ha carcomido socialmente. Idealizar el dinero es un error. El dinero sólo compra lo que se puede vender. Lo más importante seguirá sin tener precio.