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Tengo que admitir que una reciente entrevista en este medio a un vidente y psicólogo -esto último lo remarca-, me ha hecho reir, y eso leyendo un periódico en los tiempos que corren ya es un logro. Reir y pensar, porque tiene mérito eso de montarse la vida, muy dignamente y con un ático de cien metros cuadrados en Madrid, con algo tan intangible, dificilmente verificable y carente de cualquier rigurosidad científica como la adivinación del porvenir. En resumen, cobrando a minuta de médico por calmar las inseguridades de la gente pero sin la exigencia y presión que tienen otros profesionales. Si los resultados no le gustan o no se cumplen no hay queja que valga. Que ya sabía usted que el esoterismo se vende sin certificado de garantía.

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Hay ciertas horas nocturnas en las que el zapping televisivo te conduce irremediablemente a contemplar alguno de esos programas en los que los espectadores descargan sus incertidumbres y depositan sus esperanzas en los adivinadores de turno. A base de llamadas y una factura astronómica de teléfono, así van desfilando uno a uno los problemas de las personas al otro lado de la línea y las explicaciones más peregrinas que ofrecen los profesionales de la adivinación.

En una cosa tiene razón nuestro entrevistado, hay mucho farsante, y cada momento exige una adaptación del producto, porque según mi propio y modesto estudio, realizado a golpe de mando a distancia, las preguntas sobre la crisis han aumentado estos años, y el perfil del que interroga a la bola de cristal suele ser el de una mujer de mediana edad, preocupada por ese trabajo que no acaba de llegar para sus hijos o por la salud de la familia. El amor, o mejor dicho el desamor, sigue teniendo también mucho protagonismo. El negocio de explotar las tristezas e inseguridades ajenas es legal, aunque sus afirmaciones puedan ser dañinas, generar falsas esperanzas y hasta crear una dependencia adictiva, todo alimentado por la soledad y la falta de afecto de esta nuestra sociedad, tan racional.