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En los años 70 del siglo XX, tres familias de Amish residentes en Wisconsin (Estados Unidos) se negaron a que sus hijos fueran a la escuela secundaria. Cuando las autoridades constataron que las familias estaban incumpliendo la ley estatal de escolarización obligatoria, les impusieron una multa de cinco dólares. La familias, encabezadas por Jonas Yoder, recurrieron dicha sanción alegando que sus creencias religiosas les impedían enviar a sus hijos a la escuela a partir de los catorce años porque se trataba de una etapa crucial para la formación de la juventud y, por tal motivo, debían estar completamente integrados en la comunidad para evitar influencias externas. En efecto, los Amish rechazaban la escuela secundaria estadounidense porque enfatizaba la competitividad, el individualismo y los logros intelectuales lo que suponía un ataque directo a sus convicciones basadas en la espiritualidad, el trabajo manual y el aislamiento en un mundo rural. El caso finalmente fue resuelto en el año 1972 por el Tribunal Supremo norteamericano que tuvo que ponderar los dos intereses en conflicto: 1) por un lado, el derecho constitucional de los padres al libre ejercicio de su religión; y 2) el interés público del Estado de Wisconsin en garantizar la escolarización obligatoria de los jóvenes hasta los 16 años sin ninguna excepción. El Tribunal Supremo decidió a favor de los Amish al considerar que debía primar el derecho de los padres dado que venía motivado por firmes creencias religiosas y porque éstos y su comunidad religiosa se ocuparían de la educación más idónea para el tipo de vida que los hijos probablemente elegirían cuando alcanzaran la edad adulta.

El caso de las familias Amish nos sitúa en el centro del debate acerca de qué educación dar a nuestros hijos. Es cierto que todos los padres quieren lo mejor para sus hijos. Sin embargo, ¿qué es lo mejor? Las decisiones más importantes acerca de un hijo se toman en los primeros años de vida. Y, quizá sin que nos demos cuenta, van a determinar muchos aspectos de su vida futura. ¿Qué colegio escoger? ¿Qué habilidades debo potenciar? ¿Es mejor el deporte o apuntarle a clases de violín? ¿Cómo debo prevenirle de las malas compañías? ¿Debo darle una educación religiosa porque comparto esas creencias o porque existe un uso social que nos conduce hacia ellas? Estas cuestiones se trataron hace más de veinte años por el filósofo estadounidense Joel Feinberg en un libro titulado «El derecho del niño a un futuro abierto». Según este autor, los derechos se pueden dividir en cuatro grandes grupos. El primero de ellos estaría conformado por los derechos que tienen en común tanto los niños como los adultos como, por ejemplo, el derecho a la vida. El segundo grupo englobaría los derechos que solo pertenecen a los niños y que derivan de su dependencia de terceros para proveerse de ciertas necesidades como, por ejemplo, comida, vivienda y protección. El tercer grupo estaría constituido por los derechos que solo pueden ser ejercidos por los adultos tales como el derecho al voto. Finalmente, el cuarto grupo estaría constituido por el «derecho a un futuro abierto» que debe ser preservado hasta que el niño sea adulto.

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Los padres tienen la responsabilidad de ayudar a sus hijos para que éstos puedan adoptar en el futuro sus propias decisiones. De esta manera, tendrán capacidad suficiente para elegir entre los distintos planes de vida que existen en la sociedad. Si los padres olvidan este «derecho a un futuro abierto», cuando el niño alcance la madurez comprobará que ciertas opciones no van a estar disponibles para él. En el caso de la familia Amish, los padres estaban privando a sus hijos de la posibilidad de desarrollar una vida diferente alejada de su tradición. Utilizaron su libertad religiosa como excusa para perpetuar su forma de vida. Quizá el camino correcto hubiera sido permitir que los chavales fueran a la escuela secundaria y, a pesar de lo que vieran en ese mundo, eligieran libremente vivir como lo habían hecho sus padres desde el siglo XVIII.

Es posible que una de las tareas más difíciles de este mundo sea educar a un hijo. Sin embargo, esta dificultad –y los miedos asociados a ella- no puede llevarnos a educar en el «vacío moral». Se pueden y deben transmitir las «cosas buenas» que hemos aprendido con la experiencia de vivir en este mundo. Uno de los retos más apasionantes será, sin duda, aprender a construir las llaves que les abran todas las puertas cerradas que van a encontrar en el camino. Se trata, desde luego, de un largo proceso de transformación pues –como decía el escritor británico John Ruskin- «educar a un niño no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía».