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Cuarenta días después de Navidad se celebra la Candelaria –la Candelera–, que conmemora la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén. Esto viene a ser el día dos de febrero. Dos días después, este año al menos, empieza el carnaval, que tiene lugar antes del inicio de la cuaresma y se asocia con un breve período de permisividad y descontrol antes de los días de penitencia. Esa sería la hora de reír, imitando las celebraciones paganas que se hacían en honor del dios Baco –dios del vino–, o las que se realizaban en honor del toro Apis en Egipto. La hora de llorar sería la cuaresma, llorar por los pecados y por rememorar acaso el exceso de celo de algunos episodios sagrados de expiación de culpa en épocas pasadas. Pero lo más claro es la meteorología. El dos de febrero se sitúa en el punto medio entre el inicio y el fin del invierno, por lo que la sabiduría popular afirma que Si la Candelera plora, l'hivern és fora; si la Candelera riu, el fred és viu.

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Yo creo que todos somos hijos del tiempo que nos tocó vivir. Y lo peor es que las normas que van a regir nuestras vidas son a menudo falsas desde el principio. Cuando un árbol es joven hay que enderezarlo para que no crezca torcido, solían decir en tiempos –en tiempos de Maricastaña–, de otro modo luego ya no se está a tiempo. Lo malo es que luego cambió el concepto de lo que estaba derecho, y nos quedamos torcidos para siempre. Será por eso, por evitar tantos quebraderos de cabeza morales, que la gente se disfraza por carnaval, para intentar meterse en la piel de otro y ser lo que pudo haber sido y no fue. Yo una vez me disfracé de cowboy –una sola vez–, pero si fuera hoy me disfrazaría de niño. El niño que dijo una vez el número diecisiete en una rifa y le tocó una vela de la Candelaria, y se fue a casa como si llevara un tesoro. Y lo era. Mi madre la encendió muchas veces, durante las noches de tormenta, cuando los relámpagos daban por un instante la claridad del día y la lluvia arreciaba tanto que Santa Bárbara, que iba por el campo toda vestida de blanco, también se paraba a decir Credo, la palabra talismán. No sé porqué yo imaginaba una Santa Bárbara escotada, enseñando el nacimiento de unos pechos suculentos, metiéndose en los charcos con los pies descalzos y con largos goterones de lluvia resbalándole por el cuello, pero lluvia caliente a pesar del frío, como las lágrimas. Ahora me pregunto dónde estaríamos si no fuera por la imaginación. Seguramente no habríamos vivido.