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En los talleres de escritura creativa hablamos casi siempre del cambio que ha de experimentar el personaje dentro de los relatos. «El protagonista no es el mismo cuando empieza que cuando acaba la historia», repito en las clases (como una letanía). Y es que por muy leve que sea ese cambio, lo que sea les ocurra a nuestras heroínas y héroes, ha de dejar en ellos, como mínimo, una huella, una marca y en algunos casos, incluso, toda una determinación: otra vida.

Los personajes no tienen por qué estar muy definidos, unos rasgos son suficientes, pero sí han de enfrentarse a un conflicto, tomar una decisión abocada a uno de esos cambios que pueden ser más o menos palpables y que ayudan (también en la ficción) a marcar con una línea roja un antes y un después. Los cambios pueden venir de dentro o de fuera y los hay infalibles: los viajes, las enfermedades, las muertes, los nacimientos, los encuentros, las separaciones, los trabajo nuevos, los despidos o uno de los favoritos (y temidos) para esta escriba, convertida (como todos) en protagonista de su propia historia: las mudanzas.

Me he dado cuenta mientras empaquetaba recuerdos que la palabra (siempre esos juegos, y si no, para qué tantas palabras) lleva dentro la 'danza' y concluyo (porque los cambios inspiran a cualquiera): una mudanza es una invitación al baile, al movimiento (además de un movimiento incesante de cajas, bolsas, maletas y músculos hasta la fecha desconocidos que dejan contracturado una semana el cuerpo de la persona mudada y de sus amigos más fieles). Busco entonces su origen (la raíz): mudanza viene del latín mudantia, que reemplazó, explican los que saben, al clásico mutatio (»mutación, cambio») y que éste, a su vez, viene del verbo mutare. Es decir mudar y mutar vienen a ser hermanas: dobles del cambio. Y llega esa mutación, a veces inesperadamente, aunque se haya cocido a fuego bajo, hirviendo el agua de las dudas; ese mudar la piel como lo hacen las serpientes, pero una piel muy pegada al hueso, que no cae por sí sola, de las que duele deshacerse; y es preciso entonces cambiar el escenario para conocerse mejor: como un lobo de cuento sirve de espejo a todas las niñas perdidas. Pequeña revolución en la que se transforma casi todo, empezando por las longitudes de los pasillos. Aprender nuevos espacios por el tacto: no poder caminar de noche con la luz apagada sin tropezar con cualquier cosa y recorrer las paredes con las manos torpes hasta dar con el interruptor exacto. Es posible que la memoria de las casas se construya con las yemas de los dedos. Está también el mapa sonoro: una mujer tose y parece que estuviera tumbada en la habitación de al lado (tanto tiempo sin vecinos cerca); unas campanas repican al otro lado de la calle, como si supieran que hoy es el primer día de algo y los coches desfilan abajo (otra letanía): cuando es muy constante el flujo (como ahora), podría decirse que son las olas de un mar. También hay rastros a la vista (los otros): ceniza en el balcón y alguna colilla caída de los de arriba (tanto tiempo sin vecinos cerca).

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Para llegar aquí ha tenido que quedar atrás otro hogar lleno de despertares y sueños, unos no se han cumplido; otros sí, otros más: ¿cuál es la diferencia cuando las cosas terminan? El reloj de la cocina seguirá parado en este momento en las 3.42 horas; resonarán las risas y los llantos de otras noches y quién sabe qué soñarán/bailarán allí los futuros inquilinos al calor de aquel fuego: ha sido un enero caluroso, con flores fuera y tierra seca y echaba la leña al fuego como quien cumplía un ritual.

Las mudanzas sirven, además de los balances, para desprenderse de lo que no se usa, de lo que pesa por dentro: cada objeto, cada prenda, cada taza de café encierra un mundo entero cuando llegan los abismos. Sirven también para despedirte, por ejemplo, de una gata solitaria que se acabó haciendo tu escudera y para recordar el día en que llegabas, la ilusión de entonces, todas las cosas por hacer y que todo acaba, tarde o temprano. Cerrar la puerta (último símbolo).

Mirar atrás, ver la casa de lejos: desde fuera. Decir adiós (y gracias) y empezar a mover los pies ligeramente camino del coche, canturreando cualquier cosa, siguiendo esa música que consigue hacer que las cosas cambien (y empiecen).

Y abrir otra puerta. Y aunque el final quede abierto ya sabemos que el personaje ha evolucionado de algún modo, ha crecido, ha aprendido lo que sea que tuviera que aprender y puede así dejar un eco también en el lector (como el eco de una casa vacía) y llevarle a pensar por un instante en su propia historia antes de pasar a la siguiente página.