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Maria Antònia Oliver es noticia porque le ha sido adjudicado el Premi d'Honor de les Lletres Catalanes. Una noticia agradable, un premio merecido y mi particular enhorabuena. Creo que hay algún que otro momento álgido en la vida de un escritor, sobre todo de un escritor catalán, y uno de ellos es desde luego cuando recibe un premio. Entonces la prensa suele pasar revista a su vida y milagros, y hablar de los libros que ha escrito. Vaya por delante que Maria Antònia Oliver me parece una escritora auténtica, que jamás ha desertado sus principios y que ha descrito con lenguaje magistral la realidad de su Mallorca natal, los elementos míticos que bebió de las rondalles mallorquines, y lo ha hecho desde la perspectiva de la mujer que escribe, algo siempre difícil, aun a día de hoy. Jaume Fuster, su compañero, su amigo, su marido le inculcó su amor por la novela negra, y ella supo abordarla con la misma sinceridad con que lo escribe todo, a ras del suelo, tal com sona, o tal como son las cosas, con gran naturalidad. Una vez le oí decir que no existe diferencia alguna entre la novela negra y la novela no negra, ambos tipos de narrativa se aúnan en uno solo: son, simplemente, novelas. En este caso novelas bien hechas.

Conocí a Maria Antònia Oliver y a Jaume Fuster en los años setenta del siglo pasado, concretamente 1972. Fue en Mallorca, Ciutat de Mallorca o Palma de Mallorca, como gusten, adonde habían acudido con motivo de la fiesta de Sant Jordi. Ella presentaba «Cròniques de la molt anomenada ciutat de Montcarrà», y él «De mica en mica s'omple la pica». Entonces vivían en Barcelona, esforzándose para vivir de lo que escribían, incluyendo narrativa, traducciones y artículos en los periódicos.

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Digamos que Mallorca era el centro vital de Maria Antònia Oliver tanto como Barcelona lo era de Jaume Fuster. Llevaban una vida austera, desde luego; las letras no suelen dar para permitirse grandes lujos. Pero escribían porque era lo que llevaban dentro, y lo hacían en catalán porque también lo llevaban dentro: era la lengua de su vida, y su vida era la literatura. Por eso creo que ha sido un acierto premiar a Maria Antònia Oliver, si se trata de premiar una vida dedicada a las letras catalanas.

Recuerdo que Josep Maria Llompart lanzó una pregunta a unos cuantos escritores reunidos en torno a una mesa del bar Bosch, preguntó qué sentían al escribir, y Maria Antònia Oliver dijo, lisa y llanamente, hambre. Pero es que existe más de una clase de hambre.